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En viaje (1881-1882)
Miguel CanГ©




Miguel CanГ©

En viaje (1881-1882)





MIGUEL CANÉ


NaciГі en Montevideo, en 1851, durante la emigraciГіn. EstudiГі en el Colegio Nacional de Buenos Aires y se graduГі en Derecho en la Universidad el aГ±o 1872. PerteneciГі al grupo de espГ­ritus selectos que formГі la "generaciГіn del ochenta", en momentos en que la cultura argentina se renovaba substancialmente en el orden cientГ­fico y literario.

Su actividad fue solicitada alternativamente por la polГ­tica, la diplomacia y la vida universitaria; pero siempre se mantuvo fiel cultor de las buenas letras, con aticismo exquisito. Nadie pudo ser mГЎs representativo para ocupar el primer decanato de nuestra Facultad de FilosofГ­a y Letras, a cuya existencia quedГі para siempre vinculado su nombre.

IniciГі su carrera de escritor en "La Tribuna" y "El Nacional". En 1875 fue diputado al Congreso; en 1880 director general de correos y telГ©grafos; despuГ©s de 1881 ministro plenipotenciario en Colombia, Austria, Alemania, EspaГ±a y Francia. En 1892 fue Intendente de Buenos Aires y poco despuГ©s Ministro del Interior y de Relaciones Exteriores.

PublicГі los siguientes libros, que le asignan un puesto eminente en nuestra historia literaria: "Ensayos" (1877), "Juvenilia" (1882), "En viaje" (1884), "Charlas literarias" (1885), TraducciГіn de "Enrique IV" (1900), "Notas e impresiones" (1901), "Prosa ligera" (1903). Ha dejado numerosos "Escritos y Discursos" que pueden ser reunidos en un volumen tan interesante como los anteriores.

Con excelente gusto crГ­tico y ductilidad de estilo, cualidades que educГі en todo tiempo, logrГі ser el mГЎs leГ­do de nuestros "chroniqueurs", igualando los buenos modelos de este gГ©nero esencialmente francГ©s. MГЎs se preocupГі de la gracia sonriente que de la disciplina adusta, prefiriendo la lГ­nea esbelta a la pesada robustez, como que fue en sus aficiones un griego de ParГ­s.

FalleciГі en Buenos Aires el 5 de Septiembre de 1905.




JUICIO CRГЌTICO DE ERNESTO QUESADA


Tarde parece para hablar del libro del Sr. Miguel Cané, resultado de su excursión a Colombia y Venezuela en el carácter de Ministro Residente de la República Argentina. Hoy el autor se encuentra en Viena, de Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario de nuestro país cerca del gobierno austro-húngaro. Habrá quizás extrañado que la Nueva Revista de Buenos Aires haya guardado silencio sobre su último libro, tanto más cuanto que – ¡rara casualidad! – a pesar de ser el señor Cané conocidísimo entre nosotros, jamás lo ha sido, puede decirse, sino de vista por el que esto escribe. Y eso que siempre ha tenido los mayores deseos de tratarle personalmente, por las simpatías ardientes que su carácter, sus prendas y – sobre todo – sus escritos me merecían. De ahí, pues, que estuviera obligado a hablar de este libro. Digo esto para demostrar que la demora en hacerlo ha sido del todo ajena a mis deseos. El señor Cané, periodista de raza, sabe, por experiencia, cuán absorbente es el periodismo, máxime cuando es preciso hacerlo todo personalmente, como sucede en empresas, del género de la Nueva Revista.

Había leído el espiritual artículo que sobre este mismo libro publicó en El Diario, tiempo ha, M. Groussac – otro escritor a quien todavía no me ha sido dado tratar. El sabor francés disfrazado de chispa castellana, me encantó en ese artículo, en el cual se decían al señor Cané verdades de a puño, terminando a la postre con un merecido elogio. Posteriormente, y en el mismo diario, publicose una carta del criticado autor, en la que se defendía con gracia infinita, y con finísimo desparpajo reproducía el bíblico precepto del «ojo por ojo, diente por diente».

OГ­da la acusaciГіn y la defensa, puede, pues, abrirse juicio sobre el valor del libro. CrГ­tico y criticado parecen estar de acuerdo acerca de algunos defectillos, disienten en otros, y parecen no haber querido recordar el verso clГЎsico:

Ni cet excГ©s d'honneur, ni cette indignitГ©

Cané es un estilista consumado. Dice en su carta que don Pedro Goyena se intrigaba buscando su filiación literaria, y M. Groussac formalmente declara haberla encontrado en Taine. Error completo en mi concepto. Si de alguien parece derivar directamente Cané, es de Merimée, y el autor de Colomba comparte su influencia en esto con lo que ha dado en llamarse el beylismo. No diré que tuviera la altiva escrupulosidad de Merimée en limar hasta diez y siete veces un mismo trabajo, para no chocar con su concepto artístico, sin importársele mucho de la popularidad; pero sí que está impregnado de la desdeñosa filosofía del autor del Rouge et Noir. Pero el autor de los Ensayos, como de En Viaje, es más bien de la raza de Th. Gautier, de P. de Saint-Victor, y – ¿por qué no decirlo? – del escritor italiano a quien tanto festéjase ahora en Buenos Aires: De Amicis. Es ante todo y sobre todo, estilista. No diré que para él la naturaleza, las cosas y los acontecimientos son simplemente temas para desplegar una difícil virtuosité (para echar mano del idioma que tanto prefiere el autor de En Viaje). ¡No!, se ha dicho de De Amicis que es el ingenio más equilibrado de la moderna literatura italiana: su pensamiento es variado y de un colorido potente; pero atraído por su índole generosa y cortés, prefiere las descripciones que se amoldan mayormente con su carácter: se conmueve y admira. Creo que hay mucho de eso en Cané, pero por cierto no es el sentimentalismo lo que campea en su libro, sino que hay mucha – ¿demasiada? – grima en juzgar lo que ve y hasta lo que hace. Cané lo confiesa en su carta. Pero, en cambio, ¡qué facilidad!, ¡cómo brotan de su pluma las descripciones brillantes, los cuadros elegantes! El lector nota que se encuentra en presencia de un artista del estilo, y arrullado por el encanto que le produce la magia de la frase, se deja llevar por donde quiere el autor, y prefiere ver por sus ojos y oír por sus oídos.

He oído decir que el carácter del señor Cané es tan jovial como bondadoso y franco: en su libro ha querido, sin duda, hacer gala de escepticismo, y deja entrever con mucha – ¿demasiada? – frecuencia, la nota siempre igual del eterno fastidio. Y, sin embargo, ¡qué amargo contrasentido encierra ese original deseo de aparecer fastidiado! Fastidiado el señor Cané, cuando, en la flor de la edad ha recorrido las más altas posiciones de su país, no encontrando por doquier sino sonrisas, no pisando sino sobre flores, ¡niño mimado de la diosa Fortuna! ¿No será quizá ese aparente fastidio un verdadero lujo de felicidad?..


* * *

Estamos en presencia de un libro de viajes escrito por una persona que, a pesar de haber viajado mucho, no es verdaderamente un viajero. El autor no siente la pasiГіn de los viajes: soporta a su pesar las incomodidades materiales, se traslada de un punto a otro, pero maldice los fastidios del viaje de mar, el cambio de trenes, los pГ©simos hoteles, etc., etc. Habla de sus viajes con una frialdad que hiela: adopta cierto estilo semiescГ©ptico, semiburlГіn, para reГ­rse de los que pretenden tener esa pasiГіn tan horripilante.

«¡Cuántas veces – dice – en un salón, brillante de luz, o en una mesa elegante y delicada, he oído decir a un hombre, culto, fino, bien puesto: tengo pasión por los viajes, y tomar su rostro la expresión vaga de un espíritu que flota en la perspectiva de horizontes lejanos; me ha venido a la memoria el camarote, el compañero, el órdago, la pipa, las miserias todas de la vida de mar, y he deseado ver al poético viajero entregado a los encantos que sueña!».

ВЎAh!, el placer de los viajes por los mismos, sin preocupaciГіn alguna, buscando contentar la curiosidad intelectual siempre aguzada, jamГЎs satisfecha No hay nada en el mundo que pueda compararse a la satisfacciГіn de la necesidad de ver y conocer: la impresiГіn es de una nitidez, de una sinceridad, de una fuerza tal, que la descripciГіn que la encarna involuntariamente transmite al lector aquella sensaciГіn, y al leer esas pГЎginas parece verdaderamente que se recorren las comarcas en ellas descriptas.

Esa vivacidad de la emoción, ese placer extraordinario que se experimenta, lo comprende sólo el viajero verdadero, el que siente nostalgia de los viajes cuando se encuentra en su rincón, el que vive con la vida retrospectiva e intensa de los años en que recorriera el mundo. Y para un espíritu culto, para una inteligencia despierta y con una curiosidad inquieta, ¡qué maldición es ese don de la pasión de los viajes! El horizonte le parece estrecho cuando tiene que renunciar a satisfacer aquella amiga tiránica; la atmósfera de la existencia rutinaria, tranquila, de esos mil encantos de la vida burguesa, lo sofoca: sueña despierto con países exóticos, con líneas, con colores locales, con costumbres que desaparecen, con ciudades que se transforman, ¡con el placer de recorrer el mundo observando, analizando y comparando! Y el maldito cosmopolitismo contemporáneo, con su furia igualadora, por doquier invade con su sempiterno cant, su horrible vestimenta, la superficialidad de costumbres incoloras – haciendo desaparecer, merced al adelanto de las vías de comunicación, el encanto de lo natural, de lo local, el hombre con su historia y sus costumbres, según la latitud en que se encuentra.

El placer de los viajes es un don divino: requiere en sus adeptos un conjunto de condiciones que no se encuentran en cada boca-calle, y de ahГ­ que el criterio comГєn o la platitud burguesa no alcanzan a comprender que pueda haber en los viajes y en las emigraciones goce alguno; sГіlo ven en la traslaciГіn de un punto a otro la interrupciГіn de la vida diaria y rutinera, las incomodidades materiales; tienen que encontrarse con cosas desconocidas y eso los irrita, los incomoda, porque tienen el intelecto perezoso y acostumbrado ya a su trabajo mecГЎnico y conocido.

Pero los pocos que saben apreciar y comprender lo que significan los viajes, viven de una doble vida, pues les basta cerrar un instante los ojos, evocar un paisaje contemplado, y Г©ste revive con una intensidad de vida, con un vigor de colorido, con una precisiГіn de los detalles que parece transportarnos al momento mismo en que lo contemplamos por vez primera y borrar asГ­ la nociГіn del tiempo transcurrido desde entonces.

La vida es tan fugaz, que no es posible repetir las impresiones; mГЎs bien dicho, que no conviene repetirlas. En la existencia del viajero, el recuerdo de una localidad determinada, reviste el colorido que le trasmite la edad y el criterio del observador: si, con el correr del tiempo, regresa y quiere hacer revivir in natura la impresiГіn de antaГ±o, sГіlo cosecharГЎ desilusiones, porque pasan los aГ±os, se modifica el criterio y las cosas cambian. Mejor es no volver a ver: conservar la ilusiГіn del recuerdo, que fue una realidad. AsГ­ se vive doblemente.

El seГ±or CanГ© parece tener pocas simpatГ­as por esa vida, quizГЎ porque la encuentra contemplativa, y considera que restringe la acciГіn y la lucha. ВЎError! ВЎEl viajero, cuyo temperamento lo lleve a la lucha, se servirГЎ de sus viajes para combatir en su puesto, y lo harГЎ quizГЎ con mejor criterio, con armas de mejor precisiГіn que el que jamГЎs abandonГі su tertulia sempiterna!

Es lГЎstima que el autor de En Viaje no tenga el В«fuego sagradoВ» del viajero, porque habrГ­a podido llegar al mГЎximum de intensidad en la observaciГіn y en la descripciГіn de sus viajes.

No puedo resistir al placer de transcribir algunos pГЎrrafos, verdadera excepciГіn en el tono general del libro, y en los que describe a Fort-de-France, en la Martinica:

«Las fantasías más atrevidas de Goya, las audacias coloristas de Fortuny o de Díaz, no podrían dar idea de aquel curiosísimo cuadro. El joven pintor venezolano que iba conmigo, se cubría con frecuencia los ojos y me sostenía que no podría recuperar por mucho tiempo la percepción dei rapporti, esto es, de las medias tintas y las gradaciones insensibles de la luz, por el deslumbramiento de aquella brutal crudeza. Había en la plaza unas 500 negras, casi todas jóvenes, vestidas con trajes de percal de los colores más chillones, rojos, rosados, blancos. Todas escotadas y con los robustos brazos al aire; los talles fijados debajo del áxila y oprimiendo el saliente pecho, recordaban el aspecto de las merveilleuses del Directorio. La cabeza cubierta con un pañuelo de seda, cuyas dos puntas, traídas sobre la frente, formaban como dos pequeños cuernos. Esos pañuelos eran precisamente los que herían los ojos; todos eran de diversos colores, pero predominando siempre aquel rojo lacre, ardiente, más intenso aún que ese llamado en Europa lava del Vesubio; luego, un amarillo rugiente, un violeta tornasolado, ¡qué se yo! En las orejas, unas gruesas arracadas de oro, en forma de tubos de órgano, que caen hasta la mitad de la mejilla. Los vestidos de larga cola y cortos por delante, dejando ver los pies… siempre desnudos. Puedo asegurar que, a pesar de la distancia que separa ese tipo de nuestro ideal estético, no podía menos de detenerme por momentos a contemplar la elegancia nativa, el andar gracioso y salvaje de las negras martiniqueñas.

»Pero cuando esas condiciones sobresalen realmente, es cuando se las ve, despojadas de sus lujos y cubiertas con el corto y sucio traje del trabajo, balancearse sobre la tabla que une al buque con la tierra, bajo el peso de la enorme canasta de carbón que traen en la cabeza… Al pie del buque y sobre la ribera, hormigueaba una muchedumbre confusa y negra, iluminada por las ondas del fanal eléctrico. Eran mujeres que traían carbón a bordo, trepando sobre una plancha inclinada las que venían cargadas, mientras las que habían depositado su carga descendían por otra tabla contigua, haciendo el efecto de esas interminables filas de hormigas que se cruzan en silencio. Pero aquí todas cantaban el mismo canto plañidero, áspero, de melodía entrecortada. En tierra, sentado sobre un trozo de carbón, un negro viejo, sobre cuyo rostro en éxtasis caía un rayo de luz, movía la cabeza con un deleite indecible, mientras batía con ambas manos, y de una manera vertiginosa, el parche de un tambor que oprimía entre las piernas, colocadas horizontalmente. Era un redoble permanente, monótono, idéntico, a cuyo compás se trabajaba. Aquel hombre, retorciéndose de placer, insensible al cansancio, me pareció loco»…

Y termina el seГ±or CanГ© su descripciГіn de Fort-de-France con estas lГ­neas en que trasmite la impresiГіn que le causГі un bamboula:

«…Me será difícil olvidar el cuadro característico de aquel montón informe de negros cubiertos de carbón, harapientos, sudorosos, bailando con un entusiasmo febril bajo los rayos de la luz eléctrica. El tambor ha cambiado ligeramente el ritmo, y bajo él, los presentes que no bailan entonan una melopea lasciva. Las mujeres se colocan frente a los hombres y cada pareja empieza a hacer contorsiones lúbricas, movimientos ondeantes, en los que la cabeza queda inmóvil, mientras las caderas, casi dislocadas, culebrean sin cesar. La música y la propia imaginación las embriaga; el negro del tambor se agita como bajo un paroxismo más intenso aún, y las mujeres, enloquecidas, pierden todo pudor. Cada oscilación es una invitación a la sensualidad, que aparece allí bajo la forma más brutal que he visto en mi vida; se acercan al compañero, se estrechan, se refriegan contra él, y el negro, como los animales enardecidos, levanta la cabeza al aire y echándola en la espalda, muestra su doble fila de dientes blancos y agudos. No hay cansancio; parece increíble que esas mujeres lleven diez horas de un rudo trabajo. La bamboula las ha transfigurado. Gritan, gruñen, se estremecen, y por momentos se cree que esas fieras van a tomarse a mordiscos. Es la bacanal más bestial que es posible idear, porque falta aquel elemento que purificaba hasta las más inmundas orgías de las fiestas griegas: la belleza…


* * *

El libro del señor Cané, es, en apariencia, una sencilla relación de viaje. Dedica sucesivamente seis capítulos a la travesía de Buenos Aires a Burdeos, a su estadía en París y en Londres, y a la navegación desde Saint-Nazaire a La Guayra. Entonces, en un capítulo – cuya demasiada brevedad se deplora – habla de Venezuela, pero más de su pasado que de su presente.

En seguida, en seis nutridos y chispeantes capítulos, describe su pintoresco viaje de Caracas a Bogotá; su paso por el mar Caribe; el viaje en el río Magdalena, y las últimas jornadas hasta llegar a la capital de Colombia. A esta simpática república presta preferentísima atención el autor: no sólo se ocupa de su historia, describe a su capital, sino que pinta a la sociedad bogotana, sin olvidar – como lo ha dicho M. Groussac – el obligado párrafo sobre el Tequendama. Detiénese el autor en estudiar la vida intelectual colombiana en el capítulo, en mi concepto, más interesante de su libro, y sobre el cual volveré más adelante. El regreso le da tema para varios capítulos en que se ocupa de Colón, el canal de Panamá, y sobre todo de Nueva York. Y aquí vuelve de nuevo la clásica descripción del Niágara.

Tal es en esqueleto el libro de CanГ©. Prescindo de los primeros capГ­tulos, a pesar de que insistirГ© sobre el de ParГ­s, porque si bien su lectura es fГЎcil, las aventuras a bordo del Ville de Brest no ofrecen extraordinario interГ©s. Poco tema da el autor sobre Venezuela: mГЎs bien dicho, deja al lector con su curiosidad integra, sobreexcitada, pero no satisfecha. Sus pinceladas son vagas; parece como si quisiera concluir pronto, como si tuviera entre manos brasas ardientes. ВїPor quГ©?

En cambio, sus pinturas de BogotГЎ, de la sociedad y de los literatos colombianos, es realmente seductora: nos hace penetrar en un recinto hasta ahora casi desconocido por la generalidad, especie de gyneceo original causado por el relativo aislamiento de la vida de Colombia. No me cansarГ© de ponderar esta parte del libro de CanГ©. Pocas lecturas mГЎs fructГ­feras, pocas mГЎs agradables; ejerce sobre el lector algo como una fascinaciГіn. Hay ahГ­ una mezcla sapientГ­sima del utile cum dulci.

Por lo demás, el libro entero está salpicado de juicios atrevidos, de observaciones profundas. La superficialidad aparente es rebuscada: el autor, sin quererlo, se olvida con frecuencia de que se ha prometido ser tan sólo un jovial a la vez que quejumbroso compañero de viaje. Al correr de la pluma, ha emitido juicios de una precisión y exactitud admirables. Otras veces ha lanzado ideas que van contra la corriente general. El lector no se detiene mucho en los capítulos sobre París y Londres, cuando en la rápida lectura encuentra tal o cual opinión sobre Francia o Inglaterra. Pero poco a poco comprende que hay allí intención preconcebida, y cuando llega a los capítulos sobre Colombia, se encuentra insensiblemente engolfado en un análisis sutil de aquella constitución, que, según el dicho de Castelar, «ha realizado todos los milagros del individualismo moderno». Entonces se refriega los ojos, vuelve a leer, y con asombro halla que el autor critica – y critica con fuerza – el régimen federal de gobierno. Y no es la única página en que el libro ejerce una influencia sugestiva, forzando a meditar. Hay párrafos, al tratar del canal de Panamá y de los Estados Unidos, que hacen abrir tamaños ojos de asombro.

Pero sobre algunas cuestiones tuvo ya el autor un cambio de cartas con el seГ±or Pedro S. Lamas, como puede verse en la Revue Sud-Americaine. No volverГ©, pues, sobre ello, siquiera por el vulgarГ­simo precepto de non bis in Г­dem.

Imposible me serГ­a analizar con detenciГіn todas y cada una de las partes de este libro. Y ya que he dicho con franqueza cuГЎl es la opiniГіn que sobre Г©l he formado, sГ©ame permitido ocuparme de algunos de los variadГ­simos tГіpicos que han merecido la atenciГіn del autor.


* * *

Corto es el capГ­tulo que dedica a su estadГ­a en ParГ­s el seГ±or CanГ©. Y es lГЎstima. En esas breves pГЎginas, hay dos o tres cuadros verdaderamente de mano maestra. Pero el autor ha sido demasiado parco: su pluma apenas se detiene: la CГЎmara, el Senado, la Academia: he ahГ­ lo Гєnico que ha merecido su particular atenciГіn.

Los pГЎrrafos dedicados a las CГЎmaras son bellГ­simos: los retratos de Gambetta, de Julio Simon y de PelletГЎn, perfectamente hechos.

Es, en efecto, en sumo grado interesante, asistir a los debates de las CГЎmaras francesas. Cuando aГєn estudiaba el que esto escribe en ParГ­s (1879-1880), acostumbraba asistir con la regularidad que le era posible, a las discusiones parlamentarias.

Entonces era necesario ir expresamente por ferrocarril hasta Versailles, donde aГєn funcionaba el Poder Legislativo.

Gracias a la nunca desmentida amabilidad del señor Balcarce, nuestro digno Ministro en París, conseguía con frecuencia entradas para la tribuna diplomática, donde, entonces como hoy, era necesario – son palabras del doctor Cané – «llegar temprano para obtener un buen sitio».

La sala de sesiones de la CГЎmara de Diputados era realmente esplГ©ndida. Hace parte del gran palacio de Luis XIV y es cuadrilonga. El presidente estaba enfrente de la tribuna diplomГЎtica, en un pupitre elevado, teniendo a la misma altura, pero a su espalda, de un lado a varios escribientes, de otro a varios ordenanzas. Una escalera conducГ­a a su asiento. MГЎs abajo, la celebrada tribuna parlamentaria, a la que se sube por dos escaleras laterales. DetrГЎs de Г©sta, y a ambos lados, una serie de secretarios escribiendo o consultando libros o papeles, sea para recordar al presidente quГ© es lo que se hizo en tal circunstancia, o los antecedentes del asunto, o cualquier dato necesario.

Al pie de la tribuna parlamentaria estaba el cuerpo de taquГ­grafos. Entre ellos y el resto de la sala existГ­a un espacio por donde circulaba un mundo de diputados, ujieres, ordenanzas, etcГ©tera.

En seguida, formando un anfiteatro en semicГ­rculo, estГЎn los asientos de los diputados, con pequeГ±as calles de trecho en trecho. Cada diputado tiene un sillГіn rojo y en el respaldo del sillГіn que se encuentra adelante hay una mesita saliente para colocar la carpeta en la que lleva sus papeles, apuntes, etcГ©tera.

La derecha, entonces, como hoy, era minorГ­a; el centro y la izquierda, la gran mayorГ­a.

Frente al cuerpo de taquГ­grafos encontrГЎbanse los asientos ministeriales y para los subsecretarios de Estado.

Las fracciones parlamentarias, perfectamente organizadas, tienen sus espadas como sus soldados en lugares adecuados, los unos más cerca, los otros más alejados del medio. El primero con quien tropezaba al entrar por la puerta de la derecha era… M. Paul de Cassagnac. El primero con quien se encontraba uno al entrar por la puerta de la izquierda era el gran orador M. Clemenceau. El duelista de la derecha: M. de Cassagnac; el de la izquierda: M. Perrin.

La tribuna de la prensa estaba debajo de la del cuerpo diplomГЎtico. En la misma fila estГЎn las destinadas a la presidencia de la RepГєblica, a los presidentes de la CГЎmara y Senado, a los miembros del Parlamento, etc: todos los dignatarios tienen su tribuna especial. MГЎs arriba estaban las llamadas galerГ­as, donde es admitido el pГєblico, siempre que presente sus tarjetas especiales.

Las sesiones son tumultuosГ­simas. Se camina, se habla, se grita, se gesticula, se rГ­e, se golpea, se vocifera, mientras habla el orador, al unГ­sono. En presencia de semejante mar desencadenado, se comprende que el orador no sГіlo debe tener talento sino sangre frГ­a, golpe de vista y audacia a toda prueba. La mГ­mica le es indispensable, y la voz tiene que ser tonante y poderosa para dominar aquella vociferaciГіn infernal. Tiene que apostrofar con viveza, que conmover, que hacerse escuchar.

He asistido a sesiones agitadГ­simas, a la del incidente Cassagnac-Goblet, a la de la interpelaciГіn Brame, y a la de la interpelaciГіn Lockroy, que tanto conmoviГі a ParГ­s en mayo del 79. Tiempo hace de esto, pero mis recuerdos son tan frescos que podrГ­an describir aquellos debates como si reciГ©n los presenciara.

He oГ­do, o mГЎs bien dicho: visto, oradores que no pudieron hacerse escuchar y que bajaron de la tribuna entre los silbidos de los contrarios y las protestas de los amigos; otros, como el bonapartista Brame, en su fogosa interpelaciГіn contra el Ministro del Interior, M. LepГЁre, dominaban el tumulto; M. LepГЁre en la tribuna, estuvo un cuarto de hora sin poder imponer silencio, en medio de una desordenada vociferaciГіn de la derecha, y de los aplausos y aprobaciГіn de la izquierda, hasta que, haciendo un esfuerzo poderoso, gritando como un energГєmeno, acallГі momentГЎneamente el tumulto, para apostrofar a la derecha, diciendo: В«vociferad, gritad, puesto que las interpelaciones no son para vosotros sino pretexto de ruidos y exclamaciones. No bajarГ© de la tribuna hasta la que os callГ©is!..В»

¡Qué tumulto espantoso! Presidía M. Senard, el viejo atleta del foro y del parlamento francés, pero tan viejo ya que su voz débil y sus movimientos penosos eran impotentes: agitaba continuamente una enorme campana (pues no es aquello una campanilla) de plata con una mano, y con la otra golpeaba la mesa con una regla. Los ujieres, con gritos estentóreos de «un poco de silencio, señores —s'il vous plait, du silence», no lograban tampoco dominar la agitación. La derecha vociferaba y hacía un ruido ensordecedor con los pies; la izquierda pedía a gritos: «la censura, la censura». Fue preciso amonestar seriamente a un imperialista, el barón Dufour, para que se restableciese el silencio…

Concluye el ministro su discurso, y salta (materialmente: salta) sobre la tribuna el interpelante; vuelve a contestar el ministro, y torna de nuevo el interpelante… ¡qué vida la de un ministro con semejantes parlamentos! El día entero lo pasa en esas batallas parlamentarias… supongo que el verdadero ministro es el subsecretario.

Gambetta, el tan llorado y popular tribuno, presidГ­a cuando M. de Cassagnac desafiГі en plena CГЎmara a M. Goblet, subsecretario de Estado. Estaba yo presente ese dГ­a. ВЎQuГ© escГЎndalo mayГєsculo! Pero Gambetta dominГі el tumulto, hizo bajar de la tribuna a Cassagnac, lo censurГі, y calmГі la agitaciГіn.

He oído varias veces a M. Clemenceau, el gran orador radical. Le oí defendiendo a Blanqui, el condenado comunista, que había sido electo diputado por Burdeos. Es uno de los oradores que mejor habla y que posee dotes más notables. Como uno de los contrarios (hay que advertir que la izquierda estaba en ese caso en contra de la extrema izquierda) le gritara: «¡Basta!», él contestó sin inmutarse: «Mi querido colega, cuando vos nos fastidiáis, os oímos con paciencia. Nadie es juez en saber si he concluido, salvo yo mismo», y después de este apóstrofe tranquilo, continuó su discurso…! Esa interpelación dio origen a una respuesta sumamente enérgica por parte de M. Le Royer, entonces Ministro de Justicia.

La organización administrativa es además admirable. Las Cámaras se reúnen diariamente de 2 a 6½, y el cuerpo de taquígrafos da los originales de la traducción estenográfica a las 8 p. m. A las 12 p. m. se reparten las pruebas de la impresión y a las 6 de la mañana siguiente «todo París» puede leer íntegra la sesión de la tarde anterior en el Journal Officiel. Y todo esto sin contratos especiales, sin que cueste un solo céntimo más, sin que las Cámaras voten remuneraciones especiales al cuerpo de taquígrafos y sin ninguna de esas demostraciones ridículas para aquellos que están habituados a la vida europea. Recuérdese lo que pasó en 1877 entre nosotros, cuando se debatió la «cuestión Corrientes»: La Tribuna publicó las sesiones al día siguiente, y todos creyeron que era un… milagro.

Con el rГ©gimen parlamentario francГ©s, la tarea es pesadГ­sima para los diputados (no tanto para los senadores), pero insostenible para los oradores. Y los ministros, que tienen que despachar los asuntos de ministerios centralizados, que atender a lo que pasa en la Francia entera, que proyectar reformas, que estudiar leyes, que contestar interpelaciones, que preparar y corregir discursos: ВїcГіmo pueden hacer todo esto? A un hombre sГіlo le es materialmente imposible, y aГ±ГЎdase a eso que tiene la obligaciГіn de dar reuniones periГіdicas, bailes oficiales, etc. ВЎQuГ© vida! Se comprende que serГ­a ella imposible sin una numerosa legiГіn de consejeros de Estado, de subsecretarios, de secretarios, de directores, etc., que no cambian con los ministros, sino que estГЎn adscriptos a los ministerios. ВЎQuГ© diferencia con nuestro modo de ser! Entre nosotros, por regla general, los ministros estГЎn solos, pues los empleados, en vez de ser cooperadores de confianza, son meros escribientes, salvo, bien entendido, honrosas excepciones. Cuando se reflexiona sobre la existencia que lleva un ministro en paГ­ses de aquella vida parlamentaria, parece difГ­cil explicarse cГіmo pueden atender, despachar, contestar todo; y al mismo tiempo pensar y realizar grandes cosas.


* * *

En el libro que motiva estas pГЎginas, el autor, segГєn lo declara, ha procurado contar, y contar ligeramente, В«sin bagajes pesadosВ». Este propГіsito, probablemente, ha hecho que no profundice nada de lo que observa, sino que se contente con rozar la superficie.

Uno de los rasgos mГЎs caracterГ­sticos de Colombia, es su poderosa literatura. La raza colombiana es raza de literatos, de sabios, de profundos conocedores del idioma: allГ­ la literatura es un culto verdadero, y no se sacrifican en su altar sino producciones castizas, pulidas, perfectas casi. El seГ±or CanГ©, a pesar de su malhadado propГіsito de В«marchar con paso igual y sueltoВ», y de su afectado desdГ©n por los estudios serios y concienzudos, llegando hasta decir: В«Que nada, resiste en el dГ­a a la perseverante consulta de las enciclopediasВ», no ha podido resistir, sin embargo, al deseo o a la necesidad de ocuparse de la faz literaria de Colombia. Condensa en 24 pГЎginas un capГ­tulo que modestamente Titula: В«La InteligenciaВ», y en el cual, protestando que no es tal su intenciГіn, el autor trata de perfilar a los primeros literatos colombianos contemporГЎneos, en pГЎrrafos de redacciГіn suelta, a la diable, para usar su propia expresiГіn.

Habla de la facilidad peligrosa del numen poГ©tico en los colombianos; se ocupa de don Diego Pombo, de GutiГ©rrez, GonzГЎlez, de Diego Fallon, de JosГ© M. MarroquГ­n, de Ricardo Carrasquilla, de JosГ© M. Samper, de Miguel A. Caro, y por Гєltimo, de Rufino Cuervo. Tal es el contenido de ese capГ­tulo, interesantГ­simo, sin duda, pero incompleto y demasiado a vuelo de pГЎjaro. LeГ­ con avidez esa parte del libro: creГ­ encontrar mucho nuevo: los recuerdos de un hombre que ha estado en contacto con la flor y nata de los literatos de aquella naciГіn privilegiada; las picantes observaciones que presagiaba el sostenido prurito de escepticismo y cierta sal andaluza que campea con galana finura en muchos pasajes de este libro.

Mi curiosidad, sin embargo, no fue del todo satisfecha. La Nueva Revista habГ­a publicado ya (1881) un interesante artГ­culo de D. JosГ© Caicedo Rojas, sobre la poesГ­a Г©pica americana y sobre todo colombiana[1 - VГ©ase primera serie, tomo III, pГЎg. 350-377.]; un importante y cruditГ­simo (1882) estudio de D. Salvador Camacho RoldГЎn, sobre la poesГ­a colombiana, a propГіsito de Gregorio GutiГ©rrez GonzГЎlez[2 - VГ©ase primera serie, tomo IV, pГЎg. 225-290.]; y finalmente (1883) un notable juicio de D. Adriano PГЎez, sobre JosГ© David Guarin[3 - VГ©ase primera serie, tomo VI, pГЎg. 161-181.]. En esos artГ­culos se entrevГ© la riquГ­sima y fecunda vida intelectual de aquel pueblo; pasan ante los ojos atГіnitos del lector centenares de poetas, literatos, historiadores, crГ­ticos, etc.; se descubre una producciГіn asombrosa, una plГ©tora verdadera de diarios, periГіdicos, folletos y libros.

Y el que estГЎ algo al cabo de las letras en Colombia, aunque resida en Buenos Aires, conoce su numerosГ­sima prensa, sus periГіdicos, sus revistas, sus escuelas literarias; la lucha entre conservadores y liberales, entre los grupos respectivamente encabezados por el Repertorio Colombiano y La Patria. Y por poco numerosas que sean las relaciones que se cultiven con gente bogotana, a poco el bufete se llena con El Pasatiempo, El Papel PeriГіdico Ilustrado, etc.

Nada de eso se encuentra en el libro de CanГ©. Г‰l, periodista, ha olvidado a la prensa. Y eso que la prensa de Colombia es especial, distinta bajo todos conceptos de la nuestra.

Pero se busca en vano el rastro de Julio Arboleda, de José E. Caro, de Madiedo, de Lázaro María Pérez, de… en una palabra, de todos los que sobreviven de la exuberante generación de 1844 y 1846: Restrepo, y tantos otros. Y si esa época parece ya muy echada en olvido, queda la de 1855 a 1858, en que tanto florecieron las letras colombianas: de esa época datan José Joaquín Ortiz, Camacho Roldán, Ancizar, Ricardo Silva, Salgar, Vergara y tantos otros…! Verdad es que el señor Cané declara que «no es su propósito hacer un resumen de la historia literaria de Colombia». Bien está; pero cuando se dedica un capítulo a la inteligencia de un país, preciso es presentarla bajo todas sus faces, mostrar su filiación, recordar sus más ilustres representantes…

El autor de En viaje aГ±ade, sin embargo, a renglГіn seguido: В«si he consignado algunos nombres, si me he detenido en el de algunas de las personalidades mГЎs notables en la actualidad, es porque, habiendo tenido la suerte de tratarlas, entran en mi cuadro de recuerdosВ». Valga como excusa, pero es lГЎstima, y grande, que no se haya decidido a examinar con mayor detenciГіn tema tan rico como interesante.

En ese capГ­tulo falta, pues, una exposiciГіn metГіdica, no digo de la historia literaria de Colombia, sino del estado actual de la literatura en aquel paГ­s; ni se mencionan nombres como los de Borda, Arrieta, Isaacs, Obeso y tantos otros descollantes; nada sobre la Academia, sus trabajos, y, sobre todo, ese inexplicable silencio acerca del periodismo bogotano!

Quizá haya tenido el Sr. Cané alguna razón para incurrir en esas omisiones: sea, pero confieso que no alcanzo cuál puede ser. Lo deploro tanto más cuanto que por las páginas escritas, se deduce con qué humour– para emplear esa intraducible locución – se habría ocupado de toda aquella literatura. Hay, pues, que contentarse con los rápidos bocetos que nos traza.

Pero el Sr. Cané, con esa redacción a la diable– como él mismo la califica – se deja arrastrar de su predilección: acaba de decirnos que sólo se ocupa de las personalidades «que ha tenido la suerte de tratar», y sin embargo, su entusiasmo lo lleva a dedicar gran parte del capítulo a Gutiérrez González, poeta notabilísimo, es cierto, pero que murió en Medellín, el 6 de julio de 1872…

Se ocupa largamente de Rafael Pombo, el famoso autor del canto de Edda, que dio la vuelta a América, y que mereció entre la avalancha de contestaciones, una hermosísima de Carlos Guido y Spano, «Pombo – según el Sr. Cané – es feo, atrozmente feo. Una cabecita pequeña, boca gruesa, bigote y perilla rubia, ojos saltones y miopes, tras unas enormes gafas… Feo, muy feo. Él lo sabe y le importa un pito». Refiere el autor una aventura de la Sra. Eduarda Mansilla de García con Pombo, y a fe que lo hace con chiste y oportunidad.

Dice el Sr. Cané que Rafael Pombo, a pesar de las reiteradas instancias de sus amigos y de ventajosas propuestas de editores, nunca ha querido publicar sus versos coleccionados. Y hace con este motivo una observación que, por cierto, ha de causar alguna extrañeza entre nosotros, porque la costumbre que se observa es diametralmente opuesta. He aquí esa curiosa observación: «Cuántas reputaciones poéticas ha muerto la manía del volumen, y cuántos arrepentimientos para el porvenir se crean los jóvenes que, cediendo a una vanidad pueril, se apresuran a coleccionar prematuramente las primeras e insípidas florecencias del espíritu, ensayos en prosa o verso…»

Pero el Sr. Cané es, a la verdad, un espíritu observador. Véase si no el siguiente chispeante retrato de Diego Fallon, cuyos cantos A las ruinas de Suesca y A la luna son de tan extraordinario mérito. «Figuraos una cabeza correcta, con dos grandes ojos negros, deux trous qui lui vont jusqû'à l'âme, pelo negro, largo, echado hacia atrás; nariz y labios finos; un rostro de aquellos tantas veces reproducidos por el pincel de Van Dyck; un cuerpo delgado, siempre en movimiento, saltando sobre la silla en sus rápidos momentos de descanso. Oídlo, porque es difícil hablar con él, y bien tonto es el que lo pretende, cuando tiene la incomparable suerte de ver desenvolverse en la charla del poeta el más maravilloso kaleidoscopio que los ojos de la inteligencia puedan contemplar… hasta que el reloj da la hora y el visionario, el poeta, el inimitable colorista, baja de un salto de la nube dorada donde estaba a punto de creerse rey, y toma lastimosamente su Ollendorff para ir a dar su clase de inglés, en la Universidad, en tres o cuatro colegios y qué se yo dónde más…»

El que eso ha escrito no es sГіlo un estilista, un Vanderbilt del idioma, es mГЎs aГєn; es un humorista, legГ­timo discГ­pulo de Sterne, lector asiduo quizГЎ del Tristam Shandy. Esa fГЎcil ironГ­a, ese buen humor inagotable, esa fuerza superior de sarcasmo, por momentos alegre, sonriente, burlГіn, en una palabra В«esa rapidez de impresiones y esos contrastes siempre nuevos, son el secreto del humoristaВ».

Y cuando pinta a Rufino Cuervo, el sapientísimo autor de las Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano, «trabajando con tranquilidad, sin interrumpirse sino para despachar un cajón de cerveza…», – porque Cuervo no es ni más ni menos que cervecero. «Yo mismo he embotellado y tapado, me decía Rufino» agrega el señor Cané…

Hablando de Carlos Holguín, dice que «…y esto sea dicho aquí entre nosotros, Holguín fue uno de los cachacos más queridos de Bogotá, que le ha conservado siempre el viejo cariño». Ahora bien, ¿quiere saberse lo que es un cachaco? El autor se encarga de explicarlo, y lo hace con exquisita claridad. «El cachaco es el calavera de buen tono, decidor, con entusiasmo comunicativo, capaz de hacer bailar a diez esfinges egipcias, organizador de cuadrillas de a caballo en la plaza, el día nacional, dispuesto a hacer trepar su caballo a un balcón para alcanzar una sonrisa; jugador de altura, dejando hasta el último peso en una mesa de juego, a propósito de una rifa; pronto a tomarse a tiros con el que le busque, bravo hasta la temeridad…» Y aplíquese esa retrato al respetable señor Holguín!

De don José María Samper, trae un rápido boceto: «ha escrito, dice, 6 u 8 tomos de historia, 3 o 4 de versos, 10 o 12 de novelas, otros tantos de viajes, de discursos, estudios políticos, memorias, polémicas… qué sé yo!.. Naturalmente en esa mole de libros sería inútil buscar el pulimento del artista, la corrección de líneas y de tonos. Es un río americano que corre tumultuoso, arrastrando troncos, detritus, arenas y peñascos…».

En fin, largo serГ­a seguir al autor en estos retratos, gГ©nero literario en que evidentemente descuella. Me he detenido en este punto, porque parece que ahГ­ se revela una nueva faz del talento del seГ±or CanГ©. Tiene el don de daguerreotipar a una personalidad en pocas lГ­neas, presenta la luz, la sombra, el claro oscuro que iluminan el retrato, poniendo de relieve su lado serio y su lado cГіmico. Busca siempre el efecto del contraste. Y esto es lo que me mueve a decir que tiene tendencias a ser un verdadero humorista.

ВїQuГ© es efectivamente el humour? Un crГ­tico cГ©lebre lo ha definido magistralmente. Es, dice, el Г­mpetu de un espГ­ritu dotado de la aptitud mГЎs exquisita para sentir, comprender y explicar todo; es el movimiento libre, irregular y audaz de un pensamiento siempre dispuesto, que ama esas trampas tan temidas de los retГіricos; las digresiones, y que se abandona con gracia a ellas cuando por casualidad encuentra un misterio del corazГіn para aclararlo, una contradicciГіn de nuestra naturaleza para estudiarla, una verdad despreciada para enaltecerla: un pensamiento al cual atrae lo desconocido por un secreto magnetismo, y que, bajo apariencias ligeras, penetra en las mГЎs oscuras sinuosidades del mundo moral, da a todo lo que inventa, a todo lo que reproduce, el colorido del capricho, y crea por el poder de la fantasГ­a, una imagen mГіvil de la realidad, mГЎs mГіvil aГєn.

Ahora bien; lГ©ase con atenciГіn el Гєltimo libro del seГ±or CanГ© y se encontrarГЎ confirmada la exactitud de esa pintura en muchos y repetidos pasajes. Y casi me atreverГ­a a asegurar que es justamente en los pasajes en que el autor se ha abandonado con mГЎs naturalidad a esa tendencia, que el lector con mГЎs justicia se complace.

Edmundo De Amicis, en algunos de sus libros afortunados, ha hablado de la pГЎgina magistral, la pГЎgina clГЎsica, la pГЎgina estupenda que todo escritor debe tener conciencia de haber escrito o poder escribir, para poder asГ­ llegar a la posteridad. Una de esas pГЎginas, por ejemplo, es la que se refiere a la В«riГ±a de gallosВ» en el libro sobre EspaГ±a. En aquellas 5 o 6 pГЎginas, dice un crГ­tico, se hallan reunidas, amalgamadas hasta la cuarta potencia, todas las cualidades de De Amicis: la sutileza del observador, el vigor del colorido, la elegancia del estilista, y, junto con todo esto, aquella variedad, abundancia y riqueza archimillonaria del idioma, por lo cual es verdaderamente descollante.

ВїPueden aplicarse estas palabras de Barrili al seГ±or CanГ©? ВїEl autor de En viaje ha condensado ya todas sus cualidades, ha dado su nota mГЎs alta? En cada libro que escribe el seГ±or CanГ©, se revela una faz distinta de su espГ­ritu: esto hace difГ­cil en extremo la tarea del crГ­tico severo, fГЎcil a lo sumo la del benГ©volo, pues en justicia hay tanto que alabar!

Por eso, una crítica justa – a pesar de que el señor Cané ha dicho que es la «que más difícilmente se perdona, como los palos que más se sienten son los que caen donde duele» – en este caso, puede con leal imparcialidad tributar cumplido elogio al escritor que se ha revelado humorista de buena ley, confirmando su vieja reputación de estilista brillante.


* * *

Y es lГЎstima grande que con tan brillantes cualidades, no sea el seГ±or CanГ© mГЎs que un dilettante en las letras. Se nota que aquel autor no siente en sГ­ la vocaciГіn del escritor; escribe como un pis aller. Dotado como pocos para ello, jamГЎs ha considerado a las letras sino como un accesorio, y en el fondo se me ocurre que es el hombre mГЎs desprovisto de vanidad literaria. Las letras son para Г©l queridas pasajeras, que se toman y se dejan rehuyendo compromisos, y a las que no se pide sino el placer del momento, sin la preocupaciГіn del maГ±ana. Su temperamento, sus mГЎs vehementes inclinaciones, lo llevan a la vida polГ­tica, a la acciГіn; es hombre de parlamento, orador nato, a quien el ejercicio del poder, sea en ministerios o a la cabeza de cualquier administraciГіn, parece producir una satisfacciГіn que degenera en dulce embriaguez. Es un literato que desdeГ±a las letras, y a quien la polГ­tica, como Minotauro implacable, ha devorado sin remedio. EscribirГЎ aГєn de vez en cuando, quizГЎ, pero lo harГЎ con la sonrisa de escepticismo en los labios, y como calaverada de gran seГ±or.

La polГ­tica es la gran culpable en la vida americana: fascina a los talentos jГіvenes, los seduce y los esteriliza para la producciГіn intelectual serena y elevada; los embriaga con la acciГіn efГ­mera, los gasta y los deja desencantados, imposibilitГЎndolos para volver al culto de las letras, y esclavizados por la fascinaciГіn de la vida pГєblica. Sacrifican asГ­, esos espГ­ritus escogidos, una gloria seria y permanente, por una gloria inconsistente y del momento.

CanГ© principiГі por dejarse seducir por el diarismo polГ­tico y derrochГі un esplГ©ndido talento en escribir artГ­culos de combate que, deslumbradores fuegos de artificio, vivieron lo que viven las rosas, el espacio de unas horas. ВїQuiГ©n se acuerda hoy de ellos? Su propio autor los ha olvidado quizГЎ, y con razГіn, porque son producciones condenadas de antemano a muerte prematura.

Pero, si bien se explica que un hombre de ese temple sacrifique las letras por la política, no se comprende cómo sacrifica la vida pública activa por la tranquilidad del ocio diplomático. Puede que el temperamento un tanto epicúreo del autor de En Viaje algo haya influido en este súbito cambio de frente; pero renunciar a la vida parlamentaria, a la prensa política, al gobierno activo, para refugiarse en un retiro diplomático, cuando se encontraba en plena juventud, sin haber llegado siquiera a la mitad de la vida, lleno de vigor, de aspiraciones, de sangre bullidora…! Misterio! La vida diplomática tiene, es cierto, nobilísima esfera de acción, pero para un hombre de esas condiciones se asemeja a un suicidio moral. Porque si las funciones diplomáticas permiten disponer de ocios, es preciso llenarlos, y si no se les llena con la labor literaria, un temperamento demasiado activo corre peligro de emplearlos en apurar hasta las heces el cáliz de Capua, – y ese cáliz es fatal.

Me hace acordar el señor Cané a la figura tan simpática y tan análoga de aquel brillantísimo espíritu francés que se llamó Prevost-Paradol; también fue un escritor que pudo haber fácilmente traspuesto las más altas cumbres: dotes, preparación, ambición, todo poseía. El éxito le sonrió siempre… Pero abandonó las letras por la política, y cambió la lucha activa por el reposo diplomático. Aquel bello talento se esterilizó por completo.

Se me viene a la memoria un incidente verdaderamente gráfico en la vida de Prevost-Paradol. Un día, un amigo le decía: «¿Por qué no escribe usted la historia de las ideas parlamentarias? Hay ahí un libro interesante y digno de tentar su talento. Y él respondió: Qué feliz es usted de creer todavía en los libros, en las frases, y de encariñarse con todos esos juguetes inútiles que sirven de pasatiempo a los desocupados!.. Y añadió: Sólo el poder es verdadero. Conducir a los hombres, dirigir sus destinos, llevarlos a la grandeza por caminos que no se les indica, preparar los acontecimientos, dominar a los hechos, forzar a la fortuna a obedecer, he ahí el objetivo que es preciso tener y que sólo alcanzan las voluntades fuertes y las inteligencias elevadas!»

Se me figura que el diplomГЎtico CanГ© mГЎs de una vez pensarГЎ con melancolГ­a en esas palabras. Si es cierto que el epicureГ­smo le ha hecho desertar de la lucha ardiente, se ha vengado de tal cobardГ­a moral ahogГЎndolo en ese fastidio que eternamente pone de manifiesto el autor de En viaje. AГєn es tiempo, sin embargo, de que reaccione; y si la voz aislada de un extraГ±o pudiera servir de suficiente profecГ­a, que no la considere como viniendo de una Casandra de aldea, sino que trate de no justificar aquel verso famoso:

L'armure qu'il portait n'allait pas a sa taille.
Elle Г©tait bonne au plus pour un jour de bataille
Et ce jour-lГ  fut court comme une nuit d'Г©tГ©.

В В В В Ernesto Quesada.
Mayo de 1884.


Al pueblo colombiano, en estos momentos de amargura, dedica la reediciГіn de este libro, como homenaje de respeto y cariГ±o

    MIGUEL CANÉ.
В В В В Diciembre de 1903.






DOS PALABRAS


Las pГЎginas de este libro han sido escritas a medida que he ido recorriendo los paГ­ses a que se refieren. No tengo por lo tanto la pretensiГіn de presentar una obra rigurosamente sujeta a un plan de unidad, sino una sucesiГіn de cuadros tomados en el momento de reflejarse en mi espГ­ritu por la impresiГіn. HabiГ©ndome el gobierno de mi paГ­s hecho el honor de nombrarme su representante cerca de los de Colombia y Venezuela, pensГ© que una simple narraciГіn de mi viaje ofrecerГ­a algГєn interГ©s a los lectores americanos, mГЎs al cabo generalmente de lo que sucede en cualquier rincГіn de Europa, que de los acontecimientos que se desenvuelven en las capitales de la AmГ©rica espaГ±ola. Puedo hoy asegurar que las molestias y sufrimientos del viaje han sido compensados con usura por los admirables panoramas que me ha sido dado contemplar, asГ­ como por los puros goces intelectuales que he encontrado en el seno de sociedades cultas e ilustradas, a las que el aislamiento material a que las condena la naturaleza del suelo que habitan, las impulsa a aplicar toda su actividad al levantamiento del espГ­ritu.

He procurado contar y contar ligeramente; pienso que un libro de viajes debe marchar con paso igual y suelto, sin bagajes pesados, con buen humor para contrarrestar las inevitables molestias de la travesГ­a, con cultura, porque se trata de hablar de aquГ©llos que nos dieron hospitalidad, y, sobre todo, sin mГЎs luz fija, sin mГЎs guГ­a que la verdad. Cuando la pintura exacta de ciertas cosas me ha sido imposible por altГ­simas consideraciones que tocan a la delicadeza, he preferido omitir los hechos antes que arreglarlos a las exigencias de mi situaciГіn. Rara vez se me ha ofrecido ese caso; por el contrario, ha sido con vivo placer cГіmo he llenado estas pГЎginas que me recordarГЎn siempre una Г©poca que por tantos motivos ha determinado una transiciГіn definitiva de mi vida.

En esta reediciГіn, Гєnica que se ha hecho desde la publicaciГіn de En viaje, en 1883, se ha suprimido bastante en los primeros capГ­tulos, de los que sГіlo se han conservado algunos contornos trazados al pasar, que, como los de Gambetta, Gladstone y RenГЎn, pueden interesar aГєn. El autor no ha agregado una sola palabra a su primera redacciГіn. El lector podrГЎ ver asГ­ si el tiempo ha sancionado o corregido los juicios que los hombres y las cosas de aquel tiempo y en aquella parte de AmГ©rica sugirieron al autor.

Diciembre, 1903.




INTRODUCCIГ“N


Creo poder asegurar que el nГєmero total de argentinos que han llegado a la ciudad de BogotГЎ desde el siglo XVI hasta la fecha, no excederГЎ de diez, inclusive el personal de la legaciГіn que iba por primera vez en 1881 a saludar al pueblo en cuyo seno se desenvolviГі la acciГіn de BolГ­var. Ese aislamiento terrible, consecuencia de las dificultades de comunicaciГіn y causa principal, tal vez, de los tristes dГ­as por que ha pasado la AmГ©rica espaГ±ola antes de su organizaciГіn definitiva, no ha sido tenido en cuenta por la Europa al formular sobre nuestro desgraciado continente el juicio severo que aГєn no ha cesado de pesar sobre nosotros. Nos ha faltado la solidaridad, la gravitaciГіn recГ­proca, que une a los pueblos europeos en una responsabilidad colectiva, que los mantiene en un diapasГіn polГ­tico casi uniforme, y que alienta y sostiene de una manera indirecta, en los momentos de prueba, al que flaquea en la ruta. Las leyes histГіricas que presiden la formaciГіn de las sociedades, se han desenvuelto en todo su rigor en nuestras vastas comarcas. El esfuerzo del grupo intelectual se ha estrellado estГ©rilmente durante largos aГ±os contra la masa bГЎrbara, representando el nГєmero y la fuerza. La anarquГ­a, esa cГЎscara amarga que envuelve la semilla fecunda de la libertad, ha reinado de una manera uniforme en toda la AmГ©rica y por procedimientos anГЎlogos en cada uno de los pueblos que la componen, porque las causas originarias eran las mismas. Para algunos paГ­ses americanos, esos aГ±os sombrГ­os son hoy un mal sueГ±o, una pesadilla que no volverГЎ, porque ha desaparecido el estado enfermizo que la producГ­a. ВїQuГ© extranjero podrГЎ creer, al encontrarse en el seno de la culta Buenos Aires, en medio de la actividad febril del comercio y de todos los halagos del arte, que en 1820 los caudillos semibГЎrbaros ataban sus potros en las rejas de la plaza de Mayo, o que en 1840 nuestras madres eran vilmente insultadas al salir de las iglesias? Si el camino material que hemos hecho es enorme, nuestra marcha moral es inaudita. A mis ojos, el progreso en las ideas de la sociedad argentina es uno de los fenГіmenos intelectuales mГЎs curiosos de nuestro siglo. Y al hablar de las ideas argentinas, me refiero a las de toda la AmГ©rica, aunque el fenГіmeno, por causas que responden a la situaciГіn geogrГЎfica, a la naturaleza del suelo y a la poderosa corriente de emigraciГіn europea, no presenta en ninguna parte el grado de intensidad que en el Plata.

Los americanos del Norte recibieron por herencia un mundo moral hecho de todas piezas: el más perfecto que la inteligencia humana haya creado. En religión, el libre examen; en política, el parlamentarismo; en organización municipal, la comuna; en legislación, el habeas corpus y el jurado; en ciencias, en industria, en comercio… el genio inglés. En el Sur, la herencia fatal para cuyo repudio hemos necesitado medio siglo, fue la teología de Felipe II, con sus aplicaciones temporales, la política de Carlos V y aquel curioso sistema comercial que, dejando inerte el fecundo suelo americano, trajo la decadencia de la España, ese descenso sin ejemplo que puede encerrarse en dos nombres: de Pavía al Trocadero. Así, cuando en 1810 la América se levantaba, no ya tan sólo contra la dominación española, sino contra el absurdo, contra la inmovilidad cadavérica impuesta por un régimen cuya primer víctima fue la madre patria misma, se encontró sin tradiciones, sin esa conciencia latente de las cosas de gobierno que fueron el lote feliz de los pueblos que la habían precedido en la ruta de la emancipación. De los americanos del Norte hemos hablado ya; hicieron una revolución «inglesa», fundados en el derecho inglés. Por menos de las vejaciones sufridas, Carlos I murió en el cadalso y Guillermo III subió al trono en 1688. Los habitantes de los Países Bajos, al emprender su revolución gigantesca contra la España absolutista y claustral, al trazar en la historia del mundo la página que honra más tal vez a la especie humana, tenían precedentes, se apoyaban en tradiciones, en la «Joyeuse Entrée», en las viejas cartas de Borgoña. La Francia, en 89 tenía mil años de existencia nacional, y si bien destruyó un régimen político absurdo, conservaba los cimientos del organismo social – 93 fue un momento de fiebre; – vuelta la calma, la libertad conquistada se apoyó en el orden tradicional.

Nosotros, ВїquГ© sabГ­amos? DifГ­cil es hoy al espГ­ritu darse cuenta de la situaciГіn intelectual de una sociedad sudamericana hasta principios de nuestro siglo. No tenГ­amos la tradiciГіn monГЎrquica, que implica por lo menos un ideal, un respeto, algo arriba de la controversia minadora de la vida real. JamГЎs un rey de EspaГ±a pisГі el suelo de la AmГ©rica para mostrar en su persona el sГ­mbolo, la forma encarnada del derecho divino. ВЎVirreyes ridГ­culos, ГЎvidos, sin valor a veces para ponerse al frente de pueblos entusiastas por la dinastГ­a, acabaron de borrar en la conciencia americana el Гєltimo vestigio de la veneraciГіn por el personaje fabuloso que reinaba mГЎs allГЎ de los mares desconocidos, que pedГ­a siempre oro y que negaba hasta la libertad del trabajo!

No sabГ­amos nada, ni cГіmo se gobierna un pueblo, ni cГіmo se organiza la libertad; mГЎs aГєn, la masa popular concebГ­a la libertad como una vuelta al estado natural, como la cesaciГіn del impuesto, la aboliciГіn de la cultura intelectual, el campo abierto a la satisfacciГіn de todos los apetitos, sin mГЎs lГ­mites que la fuerza del que marcha al lado, esto es, del antagonista.

La revoluciГіn americana fue hecha por el grupo de hombres que habГ­an conseguido levantarse sobre el nivel de profunda ignorancia de sus compatriotas. Las masas los siguieron para destruir, y en el impulso recibido pasaron todos los lГ­mites. Al dГ­a siguiente de la revoluciГіn, nada quedГі en pie y los hombres de pensamiento que habГ­an procedido a la acciГіn, fueron quedando tendidos a lo largo del camino, impotentes para detener el huracГЎn que habГ­an desencadenado en su generoso impulso. Entonces aparecieron el gobierno primitivo, la fuerza, el prestigio, la audacia, reivindicando todos los derechos. ВїFormas, tradiciones, respetos humanos? La lanza de Quiroga, la influencia del comandante de campaГ±a, la astucia gaucha de Rosas. Y asГ­, con simples diferencias de estilo e intensidad, del Plata al Caribe. Recibimos un mundo nuevo, bГЎrbaro, despoblado, sin el menor sГ­ntoma de organizaciГіn racional[4 - La generosa tentativa de Carlos III y sus ministros en el sentido de dotar a la AmГ©rica de instituciones que favorecieran su desenvolvimiento, desapareciГі con la muerte del ilustre monarca. Bajo Carlos IV, la AmГ©rica y la EspaГ±a misma habГ­an vuelto a caer en la tristГ­sima situaciГіn en que se encontraban bajo el reinado del Гєltimo de los Hapsburgos. El Dr. D. Vicente F. LГіpez, en su magistral introducciГіn a la "Historia Argentina" nos ha sabido trazar un cuadro brillante de la elevada polГ­tica de Aranda y Florida-Blanca bajo Carlos III; pero Г©l mismo se ha encargado de probarnos, con su incontestable autoridad, que las leyes que nos regГ­an eran simples mecanismos administrativos, cuya acciГіn se concretaba a las ciudades, cuando no eran abortos impracticables, como la famosa "Ordenanza de Intendentes", cuyos ensayos de aplicaciГіn fueron un desastre. No es mi ГЎnimo, ni lo fue nunca, vilipendiar a la EspaГ±a, que nos dio lo que podГ­a darnos. El "motГ­n de Esquilache", que es una pГЎgina de la historia de Rusia bajo Pedro el Grande, nos da la nota del estado intelectual del pueblo espaГ±ol a fines del siglo pasado. Puede juzgarse cuГЎl serГ­a el de la mГЎs humilde de las colonias americanas.]: ВЎmГ­rese la AmГ©rica de hoy, cuГ©ntense los centenares de millares de extranjeros que viven felices en su suelo, nuestra industria, la explotaciГіn de nuestras riquezas, el refinamiento de nuestros gustos, las formas definitivas de nuestro organismo polГ­tico, y dГ­gasenos quГ© pedazo del mundo ha hecho una evoluciГіn semejante en medio siglo!

ВїQuiere esto decir que todo estГЎ hecho? ВЎAh! no. Comenzamos. Pero las conquistas alcanzadas no son de carГЎcter transitorio, porque determinan modos humanos, cuya excelencia, aprobada por la razГіn y sustentada por el bienestar comГєn, tiende a hacerlos perpetuos.

El primer escollo ha sido para nosotros, no ya la forma de gobierno, que fue fatalmente determinada por la historia y las ideas predominantes de la revoluciГіn, sino la naturaleza del gobierno republicano, su aplicaciГіn prГЎctica. La absurda concepciГіn de la libertad en los primeros tiempos originГі la constituciГіn de gobiernos dГ©biles, sin medios legales para defenderse contra las explosiones de pueblos sin educaciГіn polГ­tica, habituados a ver la autoridad bajo el prisma exclusivo del gendarme. Esa debilidad produjo la anarquГ­a, hasta que la reacciГіn contra ideas falsas y disolventes, ayudada por el cansancio de las eternas luchas intestinas, trajo por consecuencia inmediata los gobiernos fuertes, esto es, las dictaduras. Y asГ­ han vivido la mayor parte de los pueblos americanos, de la dictadura a la anarquГ­a, de la agitaciГіn incesante al marasmo sombrГ­o. Es hoy tan sГіlo, cuando empieza a incrustarse en la conciencia popular la concepciГіn exacta del gobierno, que se dota a los poderes organizados de todos los medios de hacer imposible la anarquГ­a, conservando en manos del pueblo las garantГ­as necesarias para alejar todo temor de dictadura. En ese sentido, la AmГ©rica ha dado ya pasos definitivos en una vГ­a inmejorable, abandonando tanto el viejo gusto por los prestigios personales, como por las utopГ­as generosas pero efГ­meras de una organizaciГіn polГ­tica basada en teorГ­as seductoras al espГ­ritu, pero en completa oposiciГіn con las exigencias positivas de la naturaleza humana. SГіlo asГ­ podremos salvarnos y asegurar el progreso en el orden polГ­tico. SoГ±ar con la implantaciГіn de una edad de oro desconocida en la historia, consagrar en las instituciones el ideal de los poetas y de los filГіsofos publicistas de la escuela de Clarke, que escribГ­a en su gabinete una constituciГіn para un pueblo que no conocГ­a, es simplemente pretender substraernos a la ley que determina la acciГіn constante de nuestro organismo moral, idГ©ntico en Europa y en AmГ©rica. Reformar, lentamente, evitar las sacudidas de las innovaciones bruscas e impremeditadas conservar todo lo que no sea incompatible con las exigencias del espГ­ritu moderno; he ahГ­ el Гєnico programa posible para, los americanos.

Puede hoy decirse con razГіn que el triste empleo de intendente de finanzas, en las viejas monarquГ­as, se ha convertido en el primer cargo del gobierno en nuestras jГіvenes sociedades. El estudio de las necesidades del comercio, la solicitud previsora que ayuda al desarrollo de la industria, la economГ­a y la pureza administrativas, son hoy las fuentes vivas de la polГ­tica de un paГ­s. В«Hacedme buena polГ­tica y yo os harГ© buenas finanzasВ», decГ­a el barГіn Louis a NapoleГіn. En el mundo actual, una inversiГіn de la frase debiera constituir el verdadero catecismo gubernamental.

En cuanto a la situaciГіn de la AmГ©rica en el momento en que escribo estas lГ­neas, puede decirse en general que, salvo algunos paГ­ses como la RepГєblica Argentina y MГ©jico, que marchan abiertamente en la vГ­a del progreso, estГЎ pasando por una crisis seria, cuyas consecuencias tendrГЎn indiscutible influencia sobre sus destinos. Una guerra deplorable, por un lado, cuyo tГ©rmino no se entrevГі aГєn, ha llevado la desolaciГіn a las costas del PacГ­fico hasta el Ecuador. La patria de Olmedo es hoy el teatro de una de esas interminables guerras civiles cuya responsabilidad solidaria arroja el espГ­ritu europeo sobre la AmГ©rica entera.

La guerra del PacГ­fico fue el primero de los graves errores cometidos por Chile en los Гєltimos cuatro aГ±os. No es este el momento, ni entra en mi propГіsito estudiar las causas que la originaron ni establecer las responsabilidades respectivas; pero no cabe duda que la influencia irresistible de Chile, la lenta invasiГіn de su comercio y de su industria a lo largo de las costas del OcГ©ano, desde Antofagasta a PanamГЎ, se habrГ­a ejercido de una manera fatal, dando por resultado la prosperidad chilena, mГЎs seguramente que por la victoria alcanzada. En 1879 el que estas lГ­neas escribe visitГі los paГ­ses que habГ­an iniciado ya la larga contienda. Recorriendo mis apuntes de esa Г©poca, algunos de los que han sido publicados, veo que los acontecimientos han justificado mis previsiones, cuando auguraba la victoria de Chile y no veГ­a mГЎs medio de poner tГ©rmino a la lucha que la interposiciГіn amistosa de los paГ­ses que se encontraban en situaciГіn de ser oГ­dos por los beligerantes.

Chile, por la gravedad de sus exigencias, perdiГі dos ocasiones admirables de arribar a la paz: despuГ©s de la toma de Arica y despuГ©s de la ocupaciГіn de Lima. La victoria no habГ­a podido ser mГЎs completa; Bolivia, en el hecho, se habГ­a retirado de la lucha, y el PerГє estaba exГЎnime a sus pies, desquiciado, sin formas orgГЎnicas, sin gobierno. La desmembraciГіn exigida, el vilipendio de un vasallaje disfrazado, la dura actitud del vencedor, hicieron imposible la formaciГіn de un gobierno capaz de aceptar tales imposiciones. Actitudes semejantes traen obligaciones gravГ­simas; se necesita, para hacerlas fecundas, una rapidez de acciГіn y una cantidad de elementos de que Chile no podГ­a disponer. DespuГ©s de Chorrillos, era necesario marchar, sobre Arequipa, ocupar firmemente el PerГє entero, esto es, proceder a la prusiana. Chile se ha estrellado contra esa imposibilidad material; sГіlo es dueГ±o de la tierra que pisan sus soldados, pero sus soldados no son numerosos y en cada encuentro, aunque la victoria le quede fiel, sus filas clarean y no es ya posible reemplazar las bajas. Si se piensa que Chile no tiene inmigraciГіn que trabaje, mientras sus hijos se baten, se comprenderГЎ la penosa situaciГіn de la agricultura y de la minerГ­a, los dos principales ramos de la industria chilena. Luego, la creaciГіn de un elemento militar, cuyos males estГЎn aГєn sin conocerse por Chile, el desenvolvimiento de una inmensa burocracia por las necesidades de la ocupaciГіn, los gastos enormes que Г©sta importa, la corrupciГіn, que es una consecuencia fatal de tales situaciones, el decaimiento del comercio, son razones mГЎs que suficientes para preocupar a los chilenos que aman a su paГ­s y miran al porvenir.

Chile, inspirado por un orgullo nacional mal entendido, ha dificultado la acciГіn de los gobiernos que en nombre de sentimientos de humanidad y alta polГ­tica hubieran deseado ofrecer sus buenos oficios para preparar una soluciГіn. Fue un error cuyas consecuencias sufre en este momento.

En cuanto al PerГє, su situaciГіn es tan deplorable, que no se concibe que la prolongaciГіn de la lucha pueda empeorarla. Rara vez se ha visto en la historia la desapariciГіn mГЎs completa de un paГ­s, en sus formas ostensibles. Pero esta larga y terrible crisis ha puesto de manifiesto la profunda debilidad de su organizaciГіn y los vicios que la minaban. Cuando la paz se haga, y algГєn dГ­a se harГЎ, el PerГє saldrГЎ lentamente de su tumba, pensando en hacer vida nueva, en la paz, en el orden y el trabajo. MaldecirГЎ los raudales de oro del guano y el salitre, y sГіlo se ocuparГЎ de cultivar su suelo admirable. La lecciГіn ha sido sangrienta; pero la vida de los pueblos no es de un dГ­a, y pronto las amargas horas pasadas aparecerГЎn a los peruanos como el punto de partida de una Г©poca de prosperidad.

En las pГЎginas que van a leerse, dedicadas en su mayor parte a Colombia y Venezuela, se verГЎ cuГЎl es la situaciГіn de ambos paГ­ses. He sido relativamente parco en mi apreciaciГіn de la actualidad de Venezuela, porque se encuentra en un momento de plena evoluciГіn. El hombre que hoy la gobierna, el general GuzmГЎn Blanco, representa sin duda un rГ©gimen al que los argentinos tenemos el derecho histГіrico de negar nuestras simpatГ­as. Pero serГ­a una torpeza confundirlo con los vulgares dictadores que han ensangrentado el suelo de la AmГ©rica. El progreso material de Venezuela bajo su gobierno es indiscutible, y la paz, que ha sabido conservar en un paГ­s donde la guerra hasta ahora diez aГ±os era el estado normal, le serГЎ contada como uno de sus mejores tГ­tulos por el juicio de la posteridad. Pero, lo repito, no es este el momento de formular una opiniГіn sobre Venezuela; ensaya sus nuevas instituciones, tantea la adaptaciГіn de nuevas industrias a su suelo maravilloso y pasarГЎn algunos aГ±os antes que su reciente organizaciГіn tome caracteres definitivos.

Los paГ­ses americanos situados sobre el AtlГЎntico han sentido mГЎs rГЎpida e intensamente la acciГіn de la Europa, fuente indudable de todo progreso, y han conseguido emanciparse mГЎs pronto de la rГ©mora colonial. Es con legГ­timo orgullo cГіmo un argentino puede hablar hoy de su paГ­s, porque no hay espectГЎculo que levante y consuele mГЎs el corazГіn de un hombre, que el de un pueblo laborioso, inteligente y ГЎvido de desenvolvimiento, marchando con firmeza, al amparo del orden y de la libertad, en el camino de sus grandes destinos. El ejemplo de prudencia admirable que en sus relaciones internacionales ha dado la RepГєblica Argentina, no serГЎ infecundo para la AmГ©rica. Con tradiciones guerreras, con un pueblo habituado a la lucha constante, para el que los combates, como para los viejos germanos, tienen atractivos irresistibles, sosteniendo causas consagradas por un derecho palmario, hemos sabido acallar los enГ©rgicos Г­mpetus del patriotismo entusiasta, para encerrarnos y perseverar en una polГ­tica correcta y prudente que al fin, honorablemente, nos ha dada la mГЎs grande de las victorias que puede alcanzar un pueblo americano: la paz.

Erigido el principio de arbitraje en invariable lГ­nea de conducta, resolvimos por ese medio las cuestiones que habГ­a suscitado la guerra con el Paraguay, a la que tan bГЎrbaramente se nos provocГі en 1865. MГЎs tarde, la larga controversia de lГ­mites con Chile fue resuelta por una transacciГіn directa que, no sГіlo satisfizo el honor de ambas naciones, sino que asegurГі al comercio universal la libre navegaciГіn y la neutralidad del Estrecho de Magallanes. SГіlo tenemos pendiente en el dГ­a de la fijaciГіn definitiva de nuestras fronteras con el Brasil. En documentos que han visto la luz pГєblica, el gobierno argentino ha propuesto ya al gabinete de San CristГіbal la adopciГіn del arbitraje. Sea por este medio, sea por transacciГіn directa, hay el derecho de esperar que la cuestiГіn serГЎ resuelta sin necesidad de apelar a la guerra, cuyos resultados serГ­an fatales seguramente a aquel de los dos pueblos cuya obstinaciГіn la haga imprescindible.

La era de las discordias civiles se ha cerrado tambiГ©n en el suelo argentino, porque las causas que la producГ­an han cesado, con la organizaciГіn definitiva de la naciГіn. Desde los extremos de la Patagonia a los lГ­mites con Bolivia, desde los mГЎrgenes del Plata al pie de los Andes, no se oye hoy sino el ruido alentador de la industria humana, no se ven sino movimientos de tierra, colocaciГіn de rieles, canalizaciones, instalaciones de mГЎquinas, cambios diorГЎmicos de suelos vГ­rgenes en campos labrados. Las ciudades se transforman ante los ojos de sus propios hijos que miran absortos el fenГіmeno; las rentas pГєblicas se duplican; el oro europeo acude a raudales, para convertirse en obras de progreso; el crГ©dito se extiende y se afirma; la emigraciГіn aumenta. Tenemos motivos de pura satisfacciГіn, pero al mismo tiempo graves responsabilidades. Es necesario conservar la paz interna a todo trance y hacer una verdad constante de nuestras instituciones; en una palabra: seguir la ruta en que marchamos.

Si hay algún país americano en estos momentos cuya situación requiera calma, prudencia sabia, en una palabra, es indudablemente el Brasil; gobernado por un príncipe que ha sabido conquistar el cariño de sus súbditos y el respeto del mundo, tiene elementos en su seno para conjurar los graves peligros que lo amenazan. Su situación financiera no es tranquilizadora; el aumento de los gastos sin una progresión análoga en los ingresos, los empréstitos sucesivos en vista de la adquisición de elementos de guerra y las deficiencias dolorosamente comprobadas en el sistema administrativo: he ahí las causas principales de una crisis que no tardará en tomar proporciones alarmantes. Por otro lado, pronto desaparecerá – y para siempre – de la constitución brasileña la triste sombra de la esclavitud. Sea falta de previsión en el gobierno, sea enceguecimiento sistemático de los propietarios rurales, el hecho es que, si bien esa liberación será un honor para el Brasil, su industria va a pasar por un momento angustioso cuando sea necesario acudir al trabajo libre para reemplazar al trabajo esclavo. La aparición de la cuestión de salarios, de las huelgas, la escasez de brazos por la insignificante inmigración, la difícil vigilancia policial sobre el millón y medio de negros que de la noche a la mañana van a recuperar su libertad, muchos de ellos lleno el corazón de odios, todas las dificultados de un cambio radical van a constituir una crisis económica formidable.

Por otro lado, la situaciГіn polГ­tica amenaza perturbaciones, el espГ­ritu democrГЎtico gana camino cada dГ­a, asГ­ como los sГ­ntomas de segregaciГіn en un porvenir no lejano. Falta homogeneidad en ese vasto y despoblado territorio; las aspiraciones de los tres grupos del Norte, Centro y Sur, no siguen rutas paralelas. Una agitaciГіn sorda trabaja las provincias del Imperio, y la dinastГ­a, personificada en absoluto en el Emperador dignГ­simo que rige los destinos de este pueblo, corre grandes riesgos de desaparecer el dГ­a, que Dios aleje, de la muerte de Don Pedro II. Pueden fГЎcilmente adivinarse el resultado y las consecuencias para el Brasil, si su mala estrella lo lleva en las actuales circunstancias a suscitar una guerra americana. Hay, indudablemente, un partido que la desea, sea guiado por sentimientos de un egoГ­smo antipatriГіtico, sea en la esperanza de romper el nudo de dificultades por el sistema de Alejandro. Bueno es no olvidar que el instrumento indispensable para esa operaciГіn es, ante todo, la espada del hГ©roe macedonio.

El Brasil, lo repito, puede conjurar sus peligros con una polГ­tica internacional franca y pacГ­fica, con reformas radicales en su sistema financiero, y con una aplicaciГіn mГЎs prГЎctica y verdadera del rГ©gimen parlamentario. De Г©l, exclusivamente de Г©l, depende vivir en paz con todos los pueblos de AmГ©rica, que aplaudirГ­an sus progresos, pero que opondrГ­an una muralla de acero a lodo acto inspirado por ambiciГіn de engrandecimiento territorial.

El Uruguay no ha salido aГєn de la Г©poca difГ­cil; el militarismo impera allГ­ y el elemento inteligente ha sido diezmado en el esfuerzo generoso por implantar la libertad. Los destinos de ese pedazo de tierra maravillosamente dotado, constituyen hoy uno de los problemas mГЎs graves de la AmГ©rica. Antigua provincia del virreinato del RГ­o de la Plata, el pueblo oriental tiene la misma sangre, las mismas tradiciones, el mismo idioma, que el que a su lado marcha al progreso a pasos de gigante. Las leyes histГіricas de atracciГіn parecen dibujar una soluciГіn mirada con ojos simpГЎticos a ambas mГЎrgenes del inmenso estuario comГєn, pero que ningГєn gobierno argentino provocarГЎ por medios violentos. El dГ­a que los orientales pidan, por la voz de un congreso, volver a ocupar su puesto en el seno de la gran familia, serГЎn recibidos con los brazos abiertos y ocuparГЎn un sitio de honor en la marcha del progreso, como lo ocuparon siempre en las batallas donde corriГі mezclada su sangre con la argentina. Entretanto, el que atribuya al gabinete de Buenos Aires propГіsitos anexionistas, se engaГ±a por completo. En primer lugar, nuestro sistema federal no permite sino incorporaciones de Estados federativos, y en segundo tГ©rmino, la polГ­tica argentina tiene por base inmutable el respeto a la voluntad popular. JamГЎs, por la violencia, se aumentarГЎ en un palmo el territorio argentino.

Amo mi buena tierra americana sobre todas las regiones de la tierra. ВїEs porque en ella se extienden los campos de mi patria, de la que mi alma vive cerca, aunque de lejos mi cerebro se consuma por ella en el anhelo ardiente de servirla? ВїEs porque en la colectividad moral de los hombres que la habitan, veo brillar la altura del carГЎcter, la abnegaciГіn de la vida, la lealtad y el honor? No lo sГ©; pero en mis momentos de duda amarga, cuando mis faros simpГЎticos se oscurecen, cuando la corrupciГіn yanqui me subleva el corazГіn o la demagogia de media calle me enluta el espГ­ritu en ParГ­s, reposo en una confianza serena y me dejo adormecer por la suave visiГіn del porvenir de la AmГ©rica del Sur; ВЎparГ©ceme que allГ­ brillarГЎ de nuevo el genio latino rejuvenecido, el que recogiГі la herencia del arte en Grecia, del gobierno en Roma, del que tantas cosas grandes ha hecho en el mundo, que ha fatigado la historia!

Si es una ilusiГіn, perseveremos en ella y hagГЎmonos dignos de que nos visite con frecuencia; sГіlo pensando en cosas grandes se prepara el alma a ejecutarlas. Que un americano descienda a lo mГЎs Г­ntimo de su ser, donde palpita un ГЎtomo del alma de su pueblo, que la consulte, y luego de comprobadas sus pulsaciones vigorosas, se atreva a negar que estГЎ pronto a todas las evoluciones que puedan llevar a la cumbre. Los hombres no son nada, las ideas lo son todo. Las rencillas locales son Г­nfimas miserias que enferman y esterilizan el espГ­ritu de aquel que de ellas se ocupa; hay algo mГЎs arriba, es el porvenir, es la suerte de nuestros hijos, es el honor de nuestra raza. Al trabajo, pues; el tiempo vuela y a su amparo las transformaciones se operan como si la mano de Dios las produjera.

Septiembre, 1883.




CAPITULO I

De Buenos Aires a Burdeos



De nuevo en el mar. – La bahía de Río de Janeiro. – La rada y la ciudad. – Tijuca. – Las costas de África. – La hermana de caridad. – El Tajo. – La cuarentena en el Gironde. – Burdeos



Once more upon the waters;Yet once more!

В В В В (BYRON, Ch. II. III.)

ВЎEternamente bello ese arco triunfal del suelo americano! Parece que el mar hubiera sido atraГ­do a aquella ensenada por un canto irresistible y que, al besar el pie de esas montaГ±as cubiertas de bosques, al reflejar en sus aguas los ГЎrboles del trГіpico y los elegantes contornos de los cerros, cuyas almas dibujan sobre un cielo profundo y puro, lГ­neas de una delicadeza exquisita, el mismo ocГ©ano hubiera sonreГ­do desarmado, perdiendo su ceГ±o adusto, para caer adormecido en el seno de la armonГ­a que lo rodeaba. JamГЎs se contempla sin emociГіn ese cuadro, y no se concibe cГіmo los hombres que viven constantemente con ese espectГЎculo al frente, no tengan el espГ­ritu modelado para expresar en altas ideas todas las cosas grandes del cielo y de la tierra. Tal asГ­, la naturaleza helГ©nica, con sus montaГ±as armoniosas y serenas, como la marcha de un astro, su cielo azul y transparente, las aguas generosas de sus golfos, que revelan los secretos todos de su seno, arrojГі en el alma de los griegos ese sentimiento inefable del ideal, esa concepciГіn sin igual de la belleza, que respira en las estrofas de sus poetas y se estremece en las lГ­neas de sus mГЎrmoles esculpidos. Pero el suelo de la Grecia estГЎ envuelto, como en un manto cariГ±oso, por una atmГіsfera templada y sana, que excita las fuerzas fГ­sicas y da actividad al cerebro. Sobre las costas que baГ±a la bahГ­a de RГ­o de Janeiro, el sol cae a plomo en capas de fuego, el aire corre abrasado, los despojos de una vegetaciГіn lujuriosa fermentan sin reposo y la savia de la vida se empobrece en el organismo animal.

Así, bajad del barco que se mece en las aguas de la bahía; habéis visto en la tierra los cocoteros y las palmeras, los bananos y los dátiles, toda esa flora característica de los trópicos, que hace entrar por los ojos la sensación de un mundo nuevo; creéis encontrar en la ciudad una atmósfera de flores y perfumes, algo como lo que se siente al aproximarse a Tucumán, por entre bosques de laureles y naranjales, o al pisar el suelo de la bendecida isla de Tahití… Y bien, ¡quedáos siempre en el puerto! ¡Saciad vuestras miradas con ese cuadro incomparable y no bajéis a perder la ilusión en la aglomeración confusa de casas raquíticas, calles estrechas y sucias, olores nauseabundos y atmósfera de plomo!.. Pronto, cruzad el lago, trepad los cerros y a Petrópolis. Si no, a Tijuca. Petrópolis es más grandiosa y los cuadros que se desenvuelven en la magnífica ascención no tienen igual en la Suiza o en los Pirineos. Pero prefiero aquel punto perdido en el declive de dos montañas que se recuestan perezosamente una en brazos de la otra, prefiero Tijuca con su silencio delicioso, sus brisas frescas, sus cascadas cantando entre los árboles y aquellos rápidos golpes de vista que de pronto surgen entre la solución de los cerros, en los que pasa rápidamente, como en un diorama gigantesco, la bahía entera con sus ondas de un azul intenso, la cadena caprichosa de la ribera izquierda, las islas verdes y elegantes, la ciudad entera, bellísima desde la altura. No llega allí ruido humano, y esa calma callada hace que el corazón busque instintivamente algo que allí falta: el espíritu simpático que goce a la par nuestra, la voz que acaricie el oído con su timbre delicado, la cabeza querida que busque en nuestro seno un refugio contra la melancolía íntima de la soledad…

ВЎProa al Norte, proa al Norte!

Una que otra, bella noche de luna a la altura de los trópicos. El mar tranquilo arrastra con pereza sus olas pequeñas y numerosas; los horizontes se ensanchan bajo un cielo sereno. La soledad por todas partes y un silencio grande y solemne, que interrumpe sólo la eterna hélice o el fatigado respirar de la máquina. A proa, cantan los marineros; a popa, aislados, algunos hombres que piensan, sufren y recuerdan, hablando con la noche, fijos los ojos en el espacio abierto, y siguiendo sin conciencia el arco maravilloso de un meteoro de incomparable brillo que, a lo lejos, parece sumergirse en las calladas aguas del Océano. Abajo, en el comedor, el rechinar de un piano agrio y destemplado, la sonora y brutal carcajada de un jugador de órdago, el ruido de botellas que se destapan, la vocería insípida de un juego de prendas. Sobre el puente, el joven oficial de guardia, inmóvil, recostado sobre la baranda, meciéndose en los infinitos sueños del marino y reposando en la calma segura de los vientos dormidos. De pronto, cuatro pipas encendidas como hogueras, aparecen seguidas de sus propietarios. Hablan todos a la vez: cueros, lanas, géneros o aceites… El encanto está roto; en vano la luna los baña cariñosa, los envuelve en su encaje, como pidiéndoles decoro ante la simple majestad de su belleza. Hay que dar un adiós al fantaseo solitario e ir a hundirse en la infame prisión del camarote…

He aquí las costas de África, Goroa, con su vulgar aspecto europeo; Dakar, con sus arenales de un brillo insoportable, sus palmas raquíticas, su aire de miseria y tristeza infinita, sus negrillos en sus piraguas primitivas o nadando alrededor del buque como cetáceos. La falange de a bordo se aumenta; todos esos «pioneers» del África vienen quebrantados, macilentos, exhaustos. Las mujeres transparentes, deshechas, y aun las más jóvenes, con el sello de la muerte prematura. Así subió en 1874 aquella dulce y triste criatura, aquella hermana de caridad de 20 años, que volvía a Francia después de haber cumplido su tiempo en los hospitales del Senegal. Silenciosa y tímida, quiso marchar sola al pisar la cubierta; sus fuerzas flaquearon, vaciló y todas las señoras que a bordo se encontraban, corrieron a sostenerla. Todos los días era conducida al puente, para respirar y absorber el aire vivificante del Océano: los niños la rodeaban, se echaban a sus pies y permanecían quietecitos, mientras ella les hablaba con voz débil como un soplo e impregnada de ese eco íntimo y profundo que anuncia ya la liberación. ¡Jamás mujer alguna me ha inspirado un sentimiento más complejo que esa joven desgraciada; mezcla de lástima, respeto, cariño, irritación por los que la lanzaron a esa vía de dolor, indignación contra ese destino miserable! Parecía confundida por los cuidados que le prodigaban; hablaba, con los ojos húmedos, de los seres queridos que iba a volver a ver, si Dios lo permitía… A la caída de una tarde serena se abrió ante nuestras miradas ávidas el bello cuadro de la Gironde, rodeado de encantos por las sensaciones de la llegada. La alegría reinaba a bordo; se cambiaban apretones de manos, había sonrisas hasta para los indiferentes. Cuando salvamos la barra y aparecieron las risueñas riberas de Paulliac, con sus castillos bañados por el último rayo de sol, sus viñedos trepando alegres colinas… la hermana de caridad llevaba sus dos manos al pecho, oprimía la cruz y levantando los ojos al cielo, rendía la vida en una suprema y muda oración… Cuando la noticia, que corrió a bordo apagando todos los ruidos y extinguiendo todas las alegrías, llegó a mis oídos, sentí el corazón oprimido, y mis ojos cayeron sobre estas palabras de un libro de Dickens, que, por una coincidencia admirable, acababa de leer en ese mismo instante: «No es sobre el suelo donde concluye la justicia del cielo. Pensad en lo que es la tierra, comparada al mundo hacia el cual esa alma angelical acaba de remontar su vuelo prematuro, y decidme, si os fuere posible, por el ardor de un voto solemne, pronunciado sobre ese cadáver, llamarlo de nuevo a la vida, decidme si alguno de vosotros se atrevería a hacerlo oír»…

ВЎSalud al Tajo mezzo-cuale! ВЎQuГ© orillas encantadas! Es una perspectiva como la de esos juguetes de Nuremberg, con sus campos verdes y cultivados, sus casillas caprichosas en las cimas y los millares de molinos de viento que, agitando sus brazos ingenuos, dan movimiento y vida al paisaje. He ahГ­ la torre de BelГ©n, que saludo por quinta vez. ВїCГіmo es posible filigranar la piedra a la par del oro y la plata? ВїDe dГіnde sacaban los algarbes el ideal de esa arquitectura esbelta, transparente, impalpable? Hemos perdido el secreto; el espГ­ritu moderno va a la utilidad y la obra maestra es hoy el cubo macizo y pesado de Regent's Street o de la Avenida de la Opera. Un albaГ±il ГЎrabe ideaba y construГ­a un corredor de la Alhambra o del Generalife, con sus pilares invisibles, sus arcos calados; todos los ingenieros de Francia se reГєnen en concurso, y el triunfador, el representante del arte moderno, construye el teatro de la Opera, esto es, ВЎun aerolito pesado, informe, dorado en todas las costuras!

El ancla cae; una lancha se aproxima, dentro de la cual hay dos o tres hombres Г©ticos y sГіrdidos; se les alargan unos papeles en la punta de una tenaza. Apruebo la tenaza, que garantiza la salud de a bordo, probablemente comprometida con el contacto de aquellos caballeros. Estamos en cuarentena. Los viajeros flamantes se irritan y blasfeman; los veteranos nos limitamos a citarles el caso de aquel barco de vela salido de San Francisco de California con patente limpia y llegado a Lisboa, habiendo doblado el Cabo Hornos y despuГ©s de nueve meses de navegaciГіn, sin hacer una sola escala y que fue puesto gravemente en cuarentena, a causa de haber arribado en mala estaciГіn. Porque es necesario saber que en Lisboa la cuarentena se impone durante los primeros nueve meses del aГ±o y se abre el puerto en los Гєltimos tres, haya o no epidemias en los puntos de donde vinieron los buques que arriban a esa rada hospitalaria. Esta suspensiГіn de hostilidades tiene por objeto sacar a licitaciГіn la empresa del lazareto, fuente principal de las rentas de Portugal. ВїEstamos?

Bajan veinte personas; cada una pagarГЎ en el lazareto dos pesos fuertes diarios, es decir, todas, en diez dГ­as, dos mil francos. Venimos a bordo mГЎs de 300 pasajeros, que descenderГ­amos todos si no hubiese cuarentena, pasarГ­amos medio dГ­a y una noche en Lisboa, gastando cada uno, tГ©rmino medio, en hotel, teatro, carruaje, compras, etc., 15 pesos fuertes; total, unos 20.000 francos, aproximadamente, de los que cinco o seis entrarГ­an por derechos, impuestos, alcabalas, patentes y demГЎs, en las arcas fiscales. EconomГ­a portuguesa.

¡Qué rápida y curiosa decadencia la de Portugal! La naturaleza parece haber designado a Lisboa para ser la puerta de todo el comercio europeo con la América. Su suelo es admirablemente fértil y sus productos buscados por el mundo entero. En los grandes días, tuvo el sol constantemente sobre sus posesiones. Sus hazañas en Asia fueron útiles a la Inglaterra. Vasco dobló el cabo para los ingleses, y los esfuerzos para colonizar las costas africanas tuvieron igual resultado. La independencia del Brasil fue el golpe de gracia, y en el día… ¡nadie lee a Camöens!

El golfo de Vizcaya nos ha recibido bien y la Gironde agita sus flancos, cruje, vuela, para echar su ancla frente a Pauillac antes de anochecer. A lo lejos, entre las mГЎrgenes del rГ­o que empiezan a borrarse envueltas en la sombra, vemos venir dos lanchas a vapor. Desde hace dos horas, la mitad de los pasajeros estГЎn con su saco en la mano y cubiertos con el sombrero alto, al que un mes de licencia ha hecho recuperar la forma circular y que, al volver al servicio, deja en la frente aquella raya cruel, rojiza, que el famoso capitГЎn Cutler, de Dombey and Son, ostentaba eternamente. Una lancha, es la de la agencia. Pero, Вїla otra? Para nosotros, oh, infelices, que hemos hecho un telegrama a Lisboa, pidiГ©ndola, a fin de proporcionarnos dos placeres inefables; primero, evitar ir con todos ustedes, sus baГєles enormes, sus loros, sus pipas, etc., y segundo, para pisar tierra veinte horas antes que el comГєn de los mortales. El patrГіn del vaporcito lanza un nombre; respondo, reГєno los compaГ±eros, me acerco a algunas seГ±oras para ofrecerles un sitio en mi nave, que rehГєsan pesarosas; un apretГіn de manos a algunos oficiales de la Gironde que han hecho grata la travesГ­a, y en viaje.

Es un sensualismo animal, si se quiere, pero no vivo en las alturas etéreas de la inmaterialidad y aquella cama ancha, vasta, las sábanas de un hilo suave y fresco, el silencio de las calles, el suelo inmóvil, me dan una sensación delicada. Al abrir los ojos a la mañana, entra mi secretario. Conoce Burdeos al revés y al derecho; ha visto el teatro, los Quinquonces, ha trepado a las torres, ha bajado a las criptas y visitado las momias, ha estado en la aduana y sabe qué función se da esa noche en todos los teatros. Y entretanto, ¡yo dormía! El no lo concibe, pero yo sí. A la tarde, le anuncio que me quedaré a reposar un par de días en Burdeos y una nube cubre su cara juvenil. Tiene la obsesión de París; le parece que lo van a sacar de donde está, que va a llegar tarde, que es mentira, un sueño de convención, ajustado entre los nombres para dar vuelta la cabeza a media humanidad… Así, ¡qué brillo en aquellos ojos, cuando le propongo que se vaya a París esa misma noche, con algunos compañeros, y que me espere allí! Titubea un momento; yendo de noche, no verá las campiñas de la Turena, Angulema, Poitiers, Blois, ¡pero París! ¡Y vibrante, ardoroso como un pájaro a quien dan la libertad, se embarca con el alma rebosando llena de himnos!




CAPITULO II

En ParГ­s



En viaje para París. – De Bolivia a Río de Janeiro en mula. – La Turena. – En París. – El Louvre y el Luxemburgo. – Cómo debe visitarse un museo. – La Cámara de Diputados: Gambetta. – El Senado: Simon y Pelletán. – El 14 de Julio en París. – La revista militar: M. Grévy. – Las plazas y las calles por la noche. – La Marsellesa. – La sesión anual del Instituto. – M. Renán

A mi vez, pero con toda tranquilidad, tomo el tren una linda mañana, y empezamos a correr por aquellos campos admirables. Los viajeros americanos conocemos ya la Francia, París y una que otra gran ciudad del litoral. La vida de la campiña nos es completamente desconocida. Es uno de los inconvenientes del ferrocarril, cuya rapidez y comodidad ha destruido para siempre el carácter pintoresco de las travesías. Mi padre viajó todo el Mediodía de la Francia y la Italia entera en una pequeña calesa, proveyéndose de caballos en las postas. Sólo de esa manera se hace conocimiento íntimo con el país que se recorre, se pueden estudiar sus costumbres y encontrar curiosidades a cada paso. Pero entre los extremos, el romanticismo no puedo llegar nunca a preferir una mula a un express. Uno de mis tíos, el coronel don Antonio Cané, después de la muerte del general Lavalle, en Jujuy, acompañó el cuerpo de su general hasta la frontera de Bolivia, junto con los Ramos Mexía, Madero, Frías, etc. Quedó enfermo en uno de los pueblos fronterizos, y cuando sus compañeros se dispersaron, unos para tomar servicio en el ejército boliviano, otros en dirección a Chile o Montevideo, él tomó una mula y se dirigió al Brasil, que atravesó de oeste a este, llegando a Río de Janeiro después de seis u ocho meses, habiendo recorrido no menos de 600 leguas. Más tarde, su cuñado don Florencio Varela, le interrogaba sin cesar, deplorando que la educación y los gustos del viajero no le hubieran permitido anotar sus impresiones. Cané había realizado ese viaje estupendo, deteniéndose en todos los puntos en que encontraba buena acogida… y buenas mozas. Pasado el capricho, volvía a montar su mula, y así, de etapa en etapa, fue a parar a las costas del Atlántico. Admiro, pero prefiero la línea de Orleans, sobre la que volamos en este momento, desenvolviéndose a ambos lados del camino los campos luminosos de la Turena, admirablemente cultivados y revelando, en su solo aspecto, el secreto de la prosperidad extraordinaria de la Francia. Los canales de irrigación, caprichosos y alegres como arroyos naturales, se suceden sin interrupción. De pronto caemos a un valle profundo, que serpea entre dos elevadas colinas cubiertas de bosques; por entre los árboles, aparece en la altura un castillo feudal, de toscas piedras grises, cuya vetustez característica contrasta con la blancura del humilde hameau que duerme a su sombra; las perspectivas cambian constantemente, y los nombres que van llegando al oído, Angulema, Bois, Amboise, Chatellerault, Poitiers, etc., hacen revivir los cuadros soberbios de la vieja historia de Francia…

Ya las aldeas y villorrios aumentan a cada instante, se aglomeran y precipitan, con sus calles estrechas y limpias, sus casas de ladrillo quemado, sus techos de pizarra y teja. Los caminos carreteros son anchos, y el pavimento duro y compacto, resuena al paso de la pesada carreta, tirada por el majestuoso percherГіn, que arrastra sin esfuerzo cuatro grandes piedras de construcciГіn, con sus nГєmeros rojizos. Luego, tГєneles, puentes, viaductos, calles anchas, aereadas, multitud de obreros, movimiento y vida. Estamos en ParГ­s.

A mediodía, una visita a los viejos amigos queridos, que esperan dulce y pacientemente y que, para recibiros, toman la sonrisa de la Joconda, se envuelven en los tules luminosos de la Concepción, o despojándose de sus ropas, ostentan las carnes deslumbrantes de Rubens. Al Louvre, al Luxemburgo; un día el mármol, otro el color, un día a la Grecia, otro al Renacimiento, otro a nuestro siglo soberbio. Pero lentamente, mis amigos; no como un condenado, que empieza con la «Balsa de la Medusa» y acaba con los «Monjes» de Lesueur y sale del Museo con la retina fatigada, sin saber a punto fijo si el Españoleto pintaba Vírgenes; Murillo, batallas; Rafael, paisajes, o Miguel Ángel, pastorales. Dulce, suavemente; ¿te gusta un cuadro? Nadie te apura; gozarás más confundiendo voluptuosamente tus ojos en sus líneas y color, que en la frenética y bulliciosa carrera que te impone el guía de una sala a otra. El catálogo en la mano, pero cerrado; camina lentamente por el centro de los salones: de pronto una cara angélica te sonríe. La miras despacio; tiene cabellos de oro y cuyo perfume parece sentirse; los ojos, claros y profundos, dejan ver en el fondo los latidos tranquilos de una alma armoniosa. Si te retiene, quédate; piensa en el autor, en el estado de su espíritu cuando pintó esa figura celeste, en el ideal flotante de su época, y luego, vuelve los ojos a lo íntimo de tu propio ser, anima los recuerdos tímidos que al amparo de una vaga semejanza asoman sus cabecitas y temiendo ser importunos, no se yerguen por entero. Luego, olvídate del cuadro, del arte, y mientras la mirada se pasea inconsciente por la tela, cruza los mares, remonta el tiempo, da rienda suelta a la fantasía, sueña con la riqueza, la gloria o el poder, siente en tus labios la vibración del último beso, habla con fantasmas. Sólo así puede producir la pintura la sensación profunda de la música; sólo así, las líneas esculturales, ondeando en la gradación inimitable de las formas humanas, en el esbozo de un cuello de mujer, en las curvas purísimas, y entre los griegos castas, del seno; en los hombros contorneados de una virgen de mármol o en el vigor armónico de un efebo; sólo así, da la piedra el placer del ritmo y la melodía. Naturalmente, la materialidad de la causa limita el campo; una cabeza del Ticiano, una bacanal de Rubens, un interior de Rembrandt, un monje de Zurbarán, darán una serie de impresiones definidas, vinculadas al asunto de la tela. He ahí por qué el mármol y el lienzo son inferiores a la música, que abre horizontes infinitos, dibuja catedrales medioevales, envuelve en nubes de blanca luz sideral, lleva en sus ondas invisibles mujeres de una belleza soñada, os convierte en héroes, trae lágrimas a los ojos, pensamientos serenos al cerebro, recorre, en fin, la gama entera e infinita de la imaginación…

A las dos de la tarde, a la Cámara o al Senado. En la primera preside Gambetta, con su eterno espíritu chispeante, levantando un debate de los bajos fondos del fastidio como una palabra que trae sonrisas hasta a los labios legitimistas. Un ruido infernal, una democracia viva y palpitante, un movimiento extraordinario; en la tribuna, elocuencia de mala ley, verbosa y vacía unas veces, metódica y abrumadora otras. He ahí que la trepa una nueva edición de los ministros de guerra argentinos, de antes de la expedición al Río Negro; oigámosle: «La razón por la cual no ha sido posible batir hasta ahora a Alboumena, es simplemente la falta de caballos. El árabe, veloz, ligero, sin los útiles que la vida civilizada hace indispensables al soldado francés, vuela sobre las llanuras, mientras el pesado jinete europeo lo persigue inútilmente». Conozco, conozco el refrán. He aquí un comunista melenudo que acaba de despeñarse desde la cúspide de la extrema izquierda para tomar la tribuna por asalto, donde gesticula y vocifera pidiendo la abolición del presupuesto de cultos. Las izquierdas aplauden; el centro escribe, lee, conversa, se pasea, perfectamente indiferente; la derecha atruena el aire con interrupciones. Un hombre delgado reemplaza al fanático y lo sucede con la misma intemperancia, intransigencia, procacidad vulgar: es el obispo de Angers. Las izquierdas ríen a carcajadas, el centro sonríe, la derecha protesta, aplaude con frenesí. Gambetta lee tranquilamente, de tiempo en tiempo, sin apartar los ojos del libro, estira la mano y busca a tanteo la campanilla y la hace vibrar: «Silence, Messieurs, s'il vous plait!» – repiten cuatro ujieres, con voz desde soprano hasta bajo subterráneo. Nadie hace caso; el ruido aumenta, se hace tormenta, luego el caos. El orador se detiene y la ausencia de su letanía llama a la vida real a Gambetta, que levanta la cabeza, ve las olas alborotadas, destroza una regla contra la mesa, da un campanilleo de cinco minutos, adopta un aire furibundo, se pone de pie y grita: «Mais c'est intolérable! Veuillez écouter, Messieurs!» Luego, toma el anteojo de teatro, recorre las tribunas pobladas de señoras, hace sus saludos con la mano, recibe veinte cartas, habla con cuarenta diputados que suben a su asiento para apretarle la mano; y mientras lee, mira, habla, escribe o bosteza, agita sin reposo la incansable regla contra la mesa, y repite, de rato en rato, como para satisfacción de conciencia, su eterno «Veuillez écouter, Messieurs!», que los ujieres, como un eco, propagan por los cuatro ámbitos del semicírculo.

Entretanto, abajo se desenvuelven escenas de un cГіmico acabado; el intransigente Raspail da de tiempo en tiempo un grito y Gambetta lo invita a acercarse a la tribuna a fin de poder ser oГ­do en sus interrupciones sin sacrificio de su garganta. Baudry-d'Asson, un nulo de la derecha, cuyo faldГіn izquierdo estГЎ en manos del obispo de Angers, lanza improperios a cada instante, a pesar de los reiterados tirones de su mentor; a despecho del orador, se traban diГЎlogos particulares insoportables; los ministros, en los bancos centrales, conversan con animaciГіn, mientras son vehemente y personalmente interpelados en la tribuna, y sobre toda aquella vocerГ­a, movimiento, exasperaciones, risas, gritos y denuestos, las tribunas silenciosas, graves, inmГіviles en su perfecto decoro.

En el Senado, el ideal de Sarmiento. Desde las altas tribunas, la CГЎmara parece un campo de nieve. Cabezas blancas por todas partes. Preside LeГіn Say, con su insoportable voz de tiple, gangosa y nasal. Ancianos que entran apoyГЎndose en sus bastones y cuyos nombres vuelan por la barra. Son las viejas ilustraciones de la Francia, en las letras, en las artes, en la industria, en la ciencia y en la polГ­tica. Bulliciosos tambiГ©n los viejecitos; los aГ±os no les pueden hacer olvidar que son franceses. La regla y la campanilla del presidente estГЎn en continuo movimiento. El espectador tiene gana de exclamar: В«Fi donc, Messieurs; a votre Гўge!В» Nadie escucha al orador, hasta que la orden del dГ­a llama a la discusiГіn de la ley de imprenta, en revisiГіn de la CГЎmara de Diputados. Por un artГ­culo se impone a los funcionarios pГєblicos la acusaciГіn de calumnia. Julio Simon se dirige a la tribuna; distinguidГ­sima figura de anciano, cara inteligente, voz dГ©bil y una habilidad parlamentaria portentosa. Protesta contra el espГ­ritu del artГ­culo; a su juicio, los funcionarios tienen el derecho de ser calumniados; su Гєnica acciГіn, la Гєnica defensa a que deben acudir, es su conducta, irreprochable, sin sombras. En cuestiones de prensa quiere la libertad hasta la licencia. Se le oye con atenciГіn y respeto; pero los republicanos de la situaciГіn creen que el propГіsito del adversario de Gambetta es destruir la bondad de la ley, llevando las concesiones hasta los Гєltimos lГ­mites y haciГ©ndola odiosa a las clases conservadoras. Simon estГЎ en pleno triunfo; hace pocos dГ­as, con motivo de la ley de educaciГіn, ha conseguido introducir por asalto el nombre de Dios en la cola de un artГ­culo. Por el momento, desenvuelve una lГіgica de hierro, y ocupando audazmente el terreno de sus contrarios, hace flamear con mГЎs vigor su propio estandarte. La derecha aplaude y vota con Г©l. Un hombre de fisonomГ­a adusta, entrecano, voz fuerte, sucede en la tribuna al eminente filГіsofo. Es PelletГЎn, el riguroso contendor del imperio, el compaГ±ero de Simon en el Cuerpo Legislativo, el autor de aquellos panfletos candescentes de La profesiГіn de fe del siglo XIX, el Mundo marcha, etc. No habla, pontifica; no arguye, declama. Se agita como sobre un trГ­pode y sus palabras se arrastran o retumban con acentos profГ©ticos. Destruye, no obstante, la sofГ­stica de Simon, y sin injuriarlo por su intenciГіn, hace ver el caos que sobrevendrГ­a a la prensa sin ningГєn gГ©nero de moderador. El voto le da el triunfo.

Luego, la sesiГіn se arrastra, levГЎntome y tomo mi sombrero para trasladarme al Palacio BorbГіn. En el Senado encuentro siempre vacГ­a la tribuna diplomГЎtica; en la CГЎmara tengo que llegar temprano, para obtener un buen sitio. Es que aquГ­, Gambetta por sГ­ solo, es un espectГЎculo, y todos los extranjeros de distinciГіn que llegan a ParГ­s, obtienen tarjetas de sus ministros respectivos, se instalan en la tribuna diplomГЎtica y se hacen insoportables por sus preguntas en inglГ©s, alemГЎn, turco, italiano o griego, sobre quiГ©n es el que habla, si Gambetta hablarГЎ, cuГЎl es Paul de Cassagnac, cuГЎl Clemenceau, dГіnde estГЎ Ferry, por quГ© se rГ­en, cuГЎl es la derecha, etc., etc.

Estaba en ParГ­s el 14 de julio y presenciГ© la fiesta nacional. La revista militar en Longchamps fue pequeГ±a: 15.000 hombres a lo sumo.

He ahГ­ los altos dignatarios del Estado. El aspecto de M. GrГ©vy me trae a la memoria un pensamiento de La BruyГЁre, que Г©l sin duda ha meditado: В«Los franceses aman la seriedad en sus prГ­ncipesВ». Aquel rostro es de piedra; las facciones tienen una inmovilidad de Г­dolo, los ojos no expresan nada y miran siempre a lo lejos, los labios no tienen color ni expresiГіn. Movimientos de una cultura glacial, de una rigidez automГЎtica, aunque sin afectaciГіn. Es el tipo de la severa seriedad republicana, como Luis XIV lo fue de la pomposa seriedad monГЎrquica. El director Posadas decГ­a en 1814: В«No conseguiremos vivir tranquilamente y en orden mientras seamos gobernados por personas con quienes nos familiaricemosВ». Es una verdad profunda que puede aplicarse a todos los pueblos; el poder requiere formas exteriores, graves, serenas, y el que lo ejerce debo rodearse, no ya de la majestad deslumbradora de una corte real, pero sГ­ de cierto decoro que imponga a las masas. M. GrГ©vy, no sГіlo es querido y respetado hoy por todos los republicanos franceses, sino que los partidos extremos, hasta las irascibles duquesas del viejo rГ©gimen, tienen por Г©l alta consideraciГіn.

Gambetta, casi obeso, rubicundo, entrecano, lo acompaГ±a, asГ­ como LeГіn Say y los ministros. Todos los anteojos se clavan en el grupo, pero la primera mirada es para Gambetta. El prestigio del poder atrae y fascina. ВЎQuГ© fuertes son los hombres que consiguen sobreponerse a esa atmГіsfera de embriaguez en que viene envuelta la popularidad!..

Llega la noche; la circulación de carruajes se ha prohibido en las arterias principales. Por calles traviesas me hago conducir hasta la altura del Arco de Triunfo, echo pie a tierra, enciendo un buen cigarro, trabajo por la moral pública ocultando mi reloj para evitar tentaciones a los patriotas extranjeros y heme al pie del monumento, teniendo por delante la Avenida de los Campos Elíseos, con su bellísima ondulación, literalmente cuajada de gente e iluminada a giorno por millares de picos de gas y haces de luz eléctrica. Me pongo en marcha entre el tumulto. Del lado del bosque, el cielo está cubierto de miriadas de luces de colores, cohetes, bombas que estallan en las alturas y caen en lluvias chispeantes, violetas, rojizas, azules, blancas, anaranjadas. Al frente, en el extremo, sobre la multitud que culebrea en la Avenida, la plaza de la Concordia parece un incendio. A mi lado, por delante, hacia atrás, el grupo constante, eternamente reproducido, aquel grupo admirable de Gautier en su monografía del bourgeois parisiense, el padre, empeñoso y lleno de empuje, remolcando a su legítima con un brazo, mientras del otro pende el heredero cuyos pies tocan en el suela de tarde en tarde. La mamá arrastra otro como una fragata a un bote. Se extasían, abren la boca, riñen a los muchachos, alejan con ceño adusto al marchand de coco, al de pain d'épices, que pasa su mercancía por las narices infantiles tentándolas desesperadamente. Un movimiento se hace al frente; un cordón de obreros, blusa azul, casquette sobre la oreja, se ha formado de lado a lado de la Avenida. Avanzan en columna cerrada cantando en coro la Marsellesa. Algunos llevan banderas nacionales en la gorra o en la mano. Chocan con un grupo de soldados, éstos, más circunspectos, pero cantando la Marsellesa. Una colisión es inevitable; espero ver trompadas, bastonazos y coups de savate. Por el contrario, fraternizan, se abrazan, Vive la République! y vuelta a la Marsellesa. Más adelante, un grupo de obreros, blusa blanca, del brazo, dos a dos, cantas la Marsellesa y pasan sin fraternizar junto a los de blusa azul. Algunos ómnibus y carruajes desembocan por las calles laterales; el cochero, que no trae bandera, es interpelado, saludado con los epítetos de mauvais citoyen, de réac, etc. Me detengo con fruición debajo de un árbol, porque espero que aquel cochero va a ser triturado, lo que será para mi un espectáculo de incomparable dulzura, una venganza ligera contra toda la especie infame de los cocheros de París. Pero aquél es un engueuleur de primera fuerza. Habla al pueblo con acento vinoso, dice mil gracejos insolentes, en el argot más puro del voyou más canalla, y por fin… canta la Marsellesa. La muchedumbre se hace más compacta a cada momento y empiezo a respirar con dificultad. Llegamos a la plaza de la Concordia: el cuadro es maravilloso. Al frente, la rue Royale, deslumbrando y bañada por las ondas de un poderoso foco de luz eléctrica que irradia desde la esquina de la Magdalena. A la derecha, los jardines de las Tullerías, claros como en medio del día, con sus juegos de agua y las estatuas con animación vital bajo el reflejo. Un muchacho se me acerca: Pour un sou, Monsieur, la Marseillaise, avec des nouveaux couplets. Compro el papel, leo la primer copla de circunstancias y lo arrojo con asco. Más tarde, otro y otro. Todos tienen versos obscenos. Achetez le Boulevardier, vingt centimes! Compro el Boulevardier; las aventuras de ces dames de Mabille y del Bosque, con sus nombres y apellidos, sus calles y números, sobre todo, los actos y gestos de la Barronne d'Ange… ¡Indigno, innoble! Entro un instante en el jardín; ¡imposible caminar! Regreso, y, paso a paso, consigo tomar la línea de los boulevares. La misma animación, el mismo gentío, con más bullicio, porque los cafés han extendido sus mesas hasta el medio de la calle. La Marsellesa atruena el aire. ¡Adiós, mi pasión por ese canto de guerra palpitante de entusiasmo, símbolo de la más profunda sacudida del rebaño humano! ¡Me persigue, me aturde, me penetra, me desespera! Tomo la primer calle lateral y marcho durante diez minutos con rapidez. El ruido se va alejando, la calma vuelve, hay un calor sofocante, pero respiro libremente bajo el silencio. Dejo pasar una hora, porque me sería imposible dormir: ¡mi cuarto da sobre el bulevar! Al fin me decido y vuelvo al bullicio: las 12 de la noche han sonado y no queda ya en las anchas veredas, desde el bulevar Montmartre hasta la plaza de la Opera, sino uno que otro grupo de retardatarios, y aquellas sombras lívidas, flacas y míseras, que corren a lo largo del muro y os detienen con la falsa sonrisa que inspira una piedad profunda… Todo ha pasado, el pueblo se ha divertido y M. Prud'homme, calándose el gorro de noche, dice a su esposa: Madame Prud'homme, on a beau dire: nous sommes dans la décadence. Sous Sa Majesté Louis-Philippe!

Otro aspecto de ese mundo infinito de ParГ­s, en el que se confunden todas las grandezas y miserias de la vida, desde las alturas intelectuales que los hombres veneran, hasta los Г­nfimos fondos de corrupciГіn cuyos miasmas se esparcen por la superficie entera de la tierra, es la sesiГіn anual del Instituto para la distribuciГіn de premios. RenГЎn, no sГіlo debe presidir, lo que es ya un atractivo inmenso, sino que pronunciarГЎ el discurso sobre el premio Monthyon, destinado a recompensar la virtud.

El pequeño semicírculo está rebosando de gente; pero la concurrencia no es selecta. Falta el atractivo picante de una recepción; sólo se ven las familias de aquellos que la Academia ha sido bastante indiscreta para designar a la opinión como los futuros laureados. Pero reina en aquel recinto un aire tal de serenidad, se respira una atmósfera intelectual tan suave y tranquila, que es necesario hacer un esfuerzo para persuadirse de que se está en pleno París y en la sala de sesiones del cuerpo que agita al mundo con sus ideas y progresos. Los ujieres son políticos, afables, hablan gramaticalmente, como corresponde a cerebros académicos, y cuando el extranjero les pregunta el nombre de alguno de los inmortales cuya fisonomía le ha llamado la atención, responden con suma familiaridad, como si se tratara de un amigo íntimo; Mais c'est Simon, Monsieur! – Pardon; et celui-là? – Ah! celui-là, c'est Labiche: drôle de tête, hein?

A las dos en punto de la tarde, las bancas se llenan y los miembros del Instituto llegan con trabajo a sus asientos, invadidos por las seГ±oras, que obstruyen los pasadizos con sus colas y crinolinas. M. RenГЎn ocupa la presidencia, teniendo a su derecha a M. Gaston Boissier, y a su izquierda a M. Camille Doucet, uno que agitarГЎ poco la posteridad. Los tres ostentan la clГЎsica casaca de palmas verdes, que les da cierto aspecto de loros, aquella casaca tan anhelada por de Vigny, que el dГ­a de su recepciГіn, encontrando en los corredores de la Academia a Spontini, con palmas hasta en la franja del pantalГіn, se echГі en sus brazos exclamando: Ah! mon cher Spontini, l'uniforme est dans la nature!

Dejemos pasar un largo y correcto discurso de M. Doncet, que el anciano lee en voz tan baja, que es penoso alcanzarla. Un gran movimiento se hace, el silencio se restablece y una voz fuerte, ligeramente ГЎspera, empieza asГ­: В«Hay un dГ­a en el aГ±o, seГ±ores, en que la virtud es recompensadaВ». Es M. RenГЎn quien habla.

Un vago enjambre de recuerdos vienen a mi memoria y agitan mi corazón. La influencia de aquel hombre sobre mis ideas juveniles, la transformación completa operada en mi ideal de arte literario por sus libros maravillosos, la música inefable de su prosa serena y radiante, aquella Vida de Jesús, libro demoledor que envuelve más poesía cristiana que los Mártires, de Chateaubriand, libro de panegírico; sus narraciones de historia, sus fantasías, sus discursos filosóficos, toda su labor gigante, había forjado en mi imaginación un tipo físico característico. Ese hombre tan odiado, contra el cual truena la voz de millares de frailes, desde millares de púlpitos, debía tener algo del aspecto satánico de Dante cruzando solitario y sombrío las calles de Ravena; alto, delgado, grave y severo, con ojos de mirar intenso, cuerpo consumido por la constante excitación intelectual… ¡Era un prior de convento del siglo XV el que hablaba! Su ancha silla no podía contener aquellos miembros voluminosos, repletos; un tronco obeso y prosaico, un vientre enorme, pantagruélico… y la risa rabelesiana, franca, sonora, que sacude todo el cuerpo. La cara ancha, sin barba, reposando sobre un cuello robusto, con una triple papada, la mirada viva y maliciosa, los ademanes sueltos y cómodos. ¡Qué espíritu, qué chispa! Habló dos horas sobre la virtud, sencilla y alegremente, con elevación, con irresistible elocuencia por momentos. Pero cada diez minutos asomaba su cabeza juguetona le mot pour rire; él daba el ejemplo, dejaba el manuscrito, comenzaba por sonreír, miraba a Julio Simon, que se retorcía a carcajadas en un banco próximo, sobre todo cuando el trait había rozado de cerca la política y todo el voluminoso cuerpo de Renán se agitaba como si Momo le hiciese cosquillas. Reíamos todos a la par y los ujieres mismos se unían al gozoso coro. Cuando concluyó, dándonos las gracias por haber ido a oírlo bajo aquella temperatura, lo que constituía un acto de verdadera virtud, cuando se disipó la triple salva de nutridos aplausos y me encontré en la calle tenía todavía en el oído la voz jocosa y en los ojos las ondulaciones tumultuosas de aquel vientre que se agitaba con el último soplo de la risa, gala del cura de Meudon, más franca y comunicativa que el inextinguible reír de los dioses de Homero.




CAPITULO III

Quince dГ­as en Londres



De París a Londres. – Merry England. – La llegada. – Impresiones en Covent-Garden. – El foyer. – Mi vecina. – Westminster. – La Cámara de los Comunes. – Las sombras del pasado. – El último romano. – Gladstone orador. – Una ojeada al British Museum. – El Brown en Greendy

¡Oh, portentosa comodidad de la vida europea! Luego al hotel, paso un momento al salón de lectura, tomo el Times para buscar si hay telegramas de Buenos Aires, leo la buena noticia de la organización definitiva de la compañía del ferrocarril Andino y me pongo de buen humor, pensando que en breve, la dulce y querida Mendoza estará ligada al Plata por la arteria de hierro. Antes de dejar el diario, echo una mirada a los anuncios de teatro: Covent-Garden: sábado, última representación del Demonio, de Rubinstein, con la Albani, Lasalle, etc.; lunes, Don Juan; miércoles, Dinorah; viernes, Etoile du Nord, por la Patti. Dispongo de quince días libres antes de tomar el vapor de América; he leído el anuncio el viernes a la tarde; tengo hambre de música; París está insoportable… Un telegrama a Londres a un amigo para que me retenga localidades y a la mañana siguiente, heme volando en el tren del Norte en dirección a Calais. Mis únicos compañeros de vagón son dos jóvenes franceses de Marsella, recién casados, que van a pasar una semana en Londres, como viaje de boda. No hablan palabra de inglés, no tienen la menor idea de lo que es Londres, ni dónde irán a parar, ni qué harán. Victimas predestinadas del guía, su porvenir me horroriza. Henos en Calais; aquel mar infame, que en 1870, en una larga travesía entre Dover y Ostende, me hizo conocer por primera y última vez el mareo, parece un lago de la Suiza. Piloteo a mis amigos del tren, atravesamos el canal en hora y tres cuartos, sobre un soberbio vapor, y tomamos de nuevo el tren en Dover. Bellísimas las campiñas de aquel suelo que en los buenos tiempos del pasado, aún en medio de la salvaje tragedia de las dos Rosas, se llamó Merry England, tiempo de que los alegres cuentos de Chaucer dan un reflejo brillante y que desaparecieron para siempre bajo la atmósfera glacial de los puritanos. Los alrededores de Chatham son admirables, y la ciudad, coquetamente tendida sobre las márgenes del río, levanta su fresca cabeza sobre los raudales de esmeralda que la rodean. Todos los campos cultivados; bosques, colinas, canales. Un verde más claro que en las campiñas de la Normandía que acabo de atravesar. Estaciones a cada paso, que adivinamos por el ruido al cruzar como el rayo su frente, sin distinguir más que una masa informe. El tren ondea y a favor de la curva, vemos a lo lejos una mole inmensa, coronada de humo opaco. Empezamos a entrar en Londres, estamos ya en ella y la máquina no disminuye su velocidad; a nuestros pies, millares de casas, idénticas, rojizas; vemos venir un tren contra nosotros; pasa rugiendo bajo el viaducto, sobre el que corremos. Otro cruza encima de nuestras cabezas, todos con inmensa velocidad. Y andamos, cruzamos un río, nos detenemos un momento en una estación, volvemos a ponernos en camino, atravesamos de nuevo el mismo río sobre otro puente. La francesita, atónita, se estrecha contra el marido, que a su vez tiene la fisonomía inquieta y preocupada. Es la inevitable y primera sensación que causa Londres; la inmensidad, el ruido, el tumulto, producen los efectos del desierto; uno se siente solo, abandonado, en aquel momento adusto y de un aspecto severo… ¡Charing-Cross! Al fin; me despido de los compañeros, un abrazo al amigo que espera en la estación, un salto al cab, que sale como una saeta, cruzamos doscientas calles serpeando entre millares de carruajes, saludo al pasar Waterloo Place y compruebo que el pobre Nelson tiene aún, en lo alto de su columna, aquel deplorable rollo de cuerda, que hace tan equívoca la ocupación a que se entrega; enfilamos Regent's Street, veo el eterno Morning-House de Oxford Corner, que me orienta, y un momento después me detengo en la puerta del Langham-Hotel. Son las seis y media de la tarde; a las siete y media se alza el telón en Covent-Garden.

Covent-Garden, en los grandes días de la season, tiene un aspecto especial. El mundo que allí se reune pertenece a las clases elevadas de la sociedad, por su nombre, su talento o su riqueza. Dos mil personas elegidas entre los cuatro millones de habitantes de Londres, un centenar de extranjeros distinguidos, venidos de todos los puntos de la tierra: he ahí la concurrencia. Se nota una comodidad incomparable; la animación discreta del gran mundo, temperada aún por la corrección nativa del carácter inglés; una civilidad serena, sin las bulliciosas manifestaciones de los latinos; la tranquila conciencia de estar in the right place… Corren por la sala, más que los nombres, rápidas miradas que indican la presencia de una persona que ocupa las alturas de la vida; en aquel palco a la derecha, se ve a la princesa de Gales con su fisonomía fina y pensativa; aquí y allí, los grandes nombres de Inglaterra, que al sonar en el oído, despiertan recuerdos de glorias pasadas, generaciones de hombres famosos en las luchas de la inteligencia y de la acción. No hay un murmullo más fuerte que otro; los aplausos son sinceros, pero amortiguados por el buen gusto. El aspecto de la platea es admirable: más de la mitad está ocupada por señoras cuyos trajes de colores rompen aquella desesperante monotonía del frac negro en los teatros del continente. Pero lo que arrastra mis ojos y los detienen, son aquellas deliciosas cabezas de mujeres; no hablo aún de los rostros, que pueden ser bellos e irregulares. Me refiero a la cabeza, levantándose, suelta, desprendida, el pelo partido al medio, cayendo en dos hondas tupidas que se recogen sobre la nuca, jamás lisa, como en aquellos largos pescuezos de las vírgenes alemanas. El cabello, rubio, castaño, negro, tiene reflejos encantadores; pueden contarse sus hilos uno a uno, y la sencillez severa y elegante del peinado, saliendo de la rueda trivial y caprichosa, que cambia a cada instante, hace pensar que el dominio del arte no tiene límites en lo creado.

Henos en el foyer. Qué vale más, ¿este espactáculo de media hora o el encanto de la música, intenso y soberano bajo una interpretación maravillosa? Quedémonos en este rincón y veamos desfilar todas esas mujeres de una belleza sorprendente. Marchan con firmeza; la estatura elevada, el aire de una distinción suprema, los trajes de un gusto exquisito y simple. Pero sobre todo, ¡qué color incomparable en aquellos rostros, en cuyo cutis parece haberse «disuelto la luz del día»; con qué tranquilidad pasan mostrando los hombros torneados, el seno firme, los brazos de un tejido blanco y unido, la mirada serena, los labios rosados, la frescura de una boca húmeda y un tanto altiva!.. Tengo a mi lado, en el stall contiguo, una señora que no me deja oír la música con el recogimiento necesario. Debe tener treinta años y el correcto gentleman que la acompaña es indudablemente su marido. Han cambiado pocas, pero afectuosas palabras durante la noche. Por mi parte, tengo clavado el anteojo en la escena… pero los ojos en las manos de mi vecina, largas, blancas, transparentes, de uñas arqueadas y color de rosa. Sostiene sobre sus rodillas una pequeña partitura de Don Juan, deliciosamente encuadernada. La lee sin cesar, y sus pestañas negras y largas proyectan una sombra impalpable sobre el párpado inferior. El pelo es de aquel rubio oscuro con reflejos de caoba que tiene perfumes para la mirada… La Patti acaba de cantar su dúo con Mazzetto; aplaudimos todos, incluso mi vecina, que deja caer su Don Juan. Al inclinarme a tomarlo, al mismo tiempo que ella, rozó casi con mis labios su cabello… Recojo el libro, se lo entrego y obtengo en premio una sonrisa silenciosa. Cotogni está cantando con inefable dulzura la serenata, mientras en la orquesta los violines ríen a mezza voce, como les lutins en la sombra de los bosques… ¡Pero el inglés que acompaña a mi vecina, debe ser un hombre feliz!

De nuevo en el foyer; he ahГ­ el lado bello e incomparable de la aristocracia, cuando es sinГіnimo de suprema distinciГіn, de belleza y de cultura, cuando crea esta atmГіsfera delicada, en la que el espГ­ritu y la forma se armonizan de una manera perfecta. La tradiciГіn de raza, la selecciГіn secular, la conciencia de una alta posiciГіn social que es necesario mantener irreprochable, la fortuna que aleja de las pequeГ±as miserias que marchitan el cuerpo y el alma, he ahГ­ los elementos que se combinan para producir las mujeres que pasan ante mis ojos y aquellos hombres fuertes, esbeltos, correctos, que admiraba ayer en Hyde Park Corner. La aristocracia, bajo ese prisma, es una elegancia de la naturaleza.

El sentimiento predominante en el viajero que penetra en las ruinas de los templos védicos de la India, pasea sus ojos por las soberbias reliquias de Saqqarah o de Boulaq, más aún que visita los restos del Coliseo de Roma; es una mezcla de recogimiento y de asombro, una sensación puramente objetiva, si puedo expresarme así. Nuestra naturaleza moral no está comprometida en la impresión, porque los mundos aquellos se han desvanecido por completo y su influencia es imperceptible en los modos humanos del presente. No así cuando se marcha bajo las bóvedas de Westminster; no así cuando se asciende silenciosamente a ocupar un sitio en la barra de aquella Cámara de los Comunes cuyas paredes conservan el eco de los acentos más generosos y más altos que hayan salido de boca de los hombres en beneficio de la especie entera. En vano advierto el espíritu, alarmado por la emoción intensa, que la memoria despierta en el corazón ofuscando el juicio; en vano advierte que la historia inglesa no es sino el desenvolvimiento del egoísmo inglés, que esas libertades públicas, tan caramente conquistadas, eran sólo para el pueblo inglés, que por siglos enteros vivieron amuralladas en la isla británica, sin influencia ninguna sobre los destinos de la Europa y del mundo. El pensamiento se levanta sobre ese criterio estrecho y aparta con resolución el detalle para contemplar el conjunto. Entonces se ve claro que la lenta elaboración de las instituciones libres se ha efectuado en aquel recinto y que la palabra de luz ha salido de su seno, en el momento preciso, para iluminar a todos los hombres…

Penetra la claridad por el techo de cristal; la sala es pequeña e incómoda, con cierto aire de templo y de colegio. Los diputados se sientan en largos bancos estrechos, sin divisiones ni mesas por delante. El speaker está metido en un nicho análogo a aquellos en cuyo fondo brilla una divinidad mongólica. A su derecha, en el primer banco, los ministros… Miro con profunda atención eso escaño humilde. ¡Cuántos hombres grandes lo han ocupado en lodos los tiempos! ¡Cuántos espíritus poderosos, inquietos, sutiles, hábiles, han brillado desde allí! Me parece ver la sonrisa sardónica de Walpole, mirando con sus ojos maliciosos a aquel mundo que domina degradándolo; el aire elegante de Bolingbroke, la majestad teatral de Chatham, la inquietud, la insuficiencia de Addington, la indiferencia de gran tono de North, la cara pensativa y fatigada de Pitt, la noble fisonomía de Fox, la rigidez de un Perceval o de un Castlereagh, la viril figura de Canning, la honesta y grave de Peel, el rostro fino y audaz de Palmerston, la astuta cara de Disraeli, y tantos, tantos otros cuyos nombres vienen a millares, cada uno con su séquito propio. En eso otro banco estaba sentado Burke, el día sombrío para Fox, en que el huracán de la Revolución Francesa, salvando el estrecho, rompió para siempre los vínculos de amistad sagrada que unían a los dos tribunos. Allí caía Sheridan, rendido, con la mirada opaca, el rostro lívido por los excesos de la orgía, y allí se levantaba para gritar a Pitt, para azotarle el rostro con esta frase que cimbra como un látigo: «¡Sí, no ha corrido sangre inglesa en Quiberon, pero el honor inglés ha corrido por todos los poros!» Allí Wilberforce, más allá Mackintosch… ¿Cómo recordar a todos? Pero ahí están: su espíritu flota sobre esa reunión de hombres, y el extranjero que no tiene el hábito de ese espectáculo, cree verlos, cree oírlos aún con sus voces humanas. En el banco de los ministros, Gladstone, Bright, Forster… Pero el último romano domina a todos. En él concluye por el momento la larga serie de los grandes hombres de estado en Inglaterra. La herencia de Beaconsfield está aún vacante entre los tories: ¿cuál es el whig que va a cubrirse con la armadura del anciano Gladstone, que se inclina ya sobre la tumba? ¿Cuál es el brazo que va a mover esa espada abrumadora? No lo hay en el suelo británico, como no hay en la casa de Brunswick un príncipe capaz de levantar el escudo de un Plantagenet. La Inglaterra lo sabe y sigue con pasión los últimos años, los últimos relámpagos de ese espíritu de incomparable intensidad, los últimos esfuerzos de esa inteligencia extraordinaria que ha salvado los límites marcados por la naturaleza. Helo ahí: ha trabajado en su despacho 12 horas consecutivas, en las finanzas, en la política externa, teniendo los ojos fijos en el interior del Asia, donde el protegido de la Inglaterra cede en este momento el campo a un rival afortunado; en el extremo austral del África, donde los toscos paisanos holandeses desafían de nuevo el poder inglés; una hora para comer, y en seguida a la Cámara. Su cabeza de águila está reclinada sobre el pecho. ¿Reposa? ¿Medita? No; escucha al adversario que impugna su obra magna, su testamento político, ese «bill de Irlanda» con él que ha querido contrarrestar el torrente enriquecido por tres siglos de dolores y amarguras, el bill con que quiere modificar en un día un régimen petrificado ya, como el generoso Turgot quería modificar el antiguo régimen en Francia, con sus «asambleas provinciales»… De pronto, un estremecimiento agita su cuerpo; levanta la cabeza, mira a todos lados, y al fin, inclina el cuerpo, para ponerse rápidamente de pie, así que el impugnador haya concluido. Un soplo nervioso corre por la asamblea. Hear, hear! Gladstone! M. Gladstone, dice a su vez el speaker. El primer ministro toma el primer sombrero que tiene a mano, pues nadie puede hablar descubierto y se pone de pie. ¡Cómo se apiñan los irlandeses en su escaso grupo de la izquierda! La pequeña figura de Biggar, una especie de Pope, se hace notar por su movilidad. Parnell está allí; ha hablado ya. Si la herencia política de O'Connell es pesada, la tradición de su elocuencia es abrumadora… Oigamos a Gladstone: ante todo, la autoridad moral, incontrastable de aquel hombre sobre la asamblea. Liberales, conservadores, radicales, independientes, irlandeses, todo el mundo le escucha con respeto. Habla claro y alto: su exordio tiene corte griego y el sarcasmo va envuelto en la amargura sombría de haber vivido tantos años para alcanzar los tiempos en que bajo las bóvedas de Westminster se oyen las palabras que acaban de herir dolorosamente su oído. Poco a poco, su tono va descendiendo, y por fin toma cuerpo a cuerpo a su adversario, lo estrecha, lo hostiliza, lo modela entre sus manos, y dándole una figura deforme y raquítica, lo presenta a la burla de la Cámara, como Gulliver a un liliputiense. La víctima lucha; interrumpe con un sarcasmo acerado; Gladstone, en señal de acceder a la interrupción, toma asiento rápidamente; pero, al ver caer el dardo a sus pies, como si hubiese sido arrojado por la mano cansada del viejo Priamo, lo toma a su vez, y, con el brazo de Aquiles, lo lanza contra aquel que deja clavado e inmóvil por muchas horas. ¡Oh! ¡la palabra! Sublime manifestación de la fuerza humana, único elemento capaz de sacudir, guiar, enloquecer, los rebaños de hombres sobre el polvo de la tierra! Tiene la armonía del verso, la influencia penetrante del ritmo musical, la forma de los mármoles artísticos, el color de los lienzos divinos. ¡Y entre los raudales de su luz, las olas de melodía, las formas armoniosas como el metro griego, van el sarcasmo de Juvenal, la flecha de Marcial, la punta incisiva de Swift, o el golpe contundente de Junius el sublime anónimo!..

Hay mГЎs profunda diferencia entre la vida social y los aspectos urbanos de ParГ­s y Londres, que entre Lima y Teheran. Parece increГ­ble que baste una hora y media de navegaciГіn, el espacio que un hombre atraviesa a nado, para operar una transformaciГіn tan completa. Salir de una calle de ParГ­s para entrar diez horas despuГ©s en una de Londres, observar el aspecto, la fisonomГ­a moral del TГЎmesis, despuГ©s de haber pasado un par de horas estudiando el movimiento del Sena, da la sensaciГіn de haberse transportado en el hipГіgrifo de Ariosto a la regiГіn de los antГ­podas.

Nunca me ha fatigado la flГўnerie en las calles de Londres; no hay libro mГЎs elocuente e instructivo sobre la organizaciГіn polГ­tica y social del pueblo inglГ©s. No intento hacer una descripciГіn de lo que en ellas he visto, sentido, porque las pГЎginas se suceden a medida que los recuerdos se agolpan, y tengo ya prisa por dejar la Europa y hundirme en las regiones lejanas de los trГіpicos.

Pero aún tengo presente aquella rápida recorrida del British Museum, en que empleamos tres o cuatro horas con Emilio Mitre, cuya ilustración excepcional e inteligencia elevada, hacen de él un compañero admirable para excursiones. ¡Qué lucha aquella, de uno contra otro, pero casi siempre de ambos contra nosotros mismos! Metidos en Nínive y Babilonia, el tiempo corría insensible, mientras el Egipto, a dos pasos, nos miraba gravemente con los grandes ojos de sus esfinges de piedra o nos parecía oír piafar los caballos del Parthenón en los mármoles de lord Elguin… ¡Qué impresión causan, no ya la inscripción grandiosa que conserva en pomposo estilo la memoria de los gloriosos hechos de un Rhamsés o de un Sennachérib, sino esos simples ladrillos rojizos, donde, ahora quince o veinte mil años, un asirio humilde consignó en caracteres cuneiformes las cláusulas de un oscuro contrato de venta o la escritura de una hipoteca! Los detalles de la vida humana en aquellos tiempos en que los hombres tenían hasta una configuración de cráneo distinta a la nuestra, y por lo tanto, movían su espíritu dentro de diversa atmósfera, nos llamaban más la atención que las narraciones del diluvio, que los sabios han desterrado de los viejos muros de Nínive con gritos de entusiasmo. Luego, la Grecia inimitable, y en ella, el inimitable Fidias. Abajo, los soberanos trozos del Parthenón; arriba, las aéreas figurinas de terracotta encontradas en Tanagra. No tienen más que diez o doce centímetros de altura; pero ¡qué perfección, qué delicadeza exquisita! ¡Cómo, bajo aquellos velos que las cubren como mantos de vestal, se ve, se siente el movimiento armónico del cuerpo! Unas encogidas, otras en marcha y aquéllas… ¿recuerdas, Emilio, la ráfaga criolla que nos envolvió?.. ¡jugando a la taba! Sí; encorvada, una deliciosa estatuíta sigue con avidez los giros del pequeño hueso, mientras su partner espera paciente el turno. Miramos con atención y pudimos comprobar que la taba había echado lo contrario a suerte. ¿Y los autógrafos? ¿Cómo desprenderse de las vidrieras que los contienen, cómo arrancar los ojos de ese vivo retrato de los grandes hombres, cuya mano parece palpitar aún en el trozo de esas líneas incorrectas pero firmes?.. ¡Y todo ese museo portentoso, centro, núcleo, panorama, del espíritu humano en el tiempo y el espacio! No hay una fuente de sensación más pura, más alta, que la contemplación de esas riquezas artísticas y científicas; penetra en el alma, es cierto, un hondo desconsuelo, cuando la deficiencia de la preparación intelectual hace que un mármol sea mudo para nosotros; pero, sin duda alguna, los horizontes de la inteligencia se ensanchan en cada visita a un mundo semejante.

Una visita al Brown, que se mece gallardamente en las aguas del TГЎmesis, a la altura de Greenyde. Uno de los objetos de mi viaje a Inglaterra ha sido ver la gran nave argentina. El pabellГіn flotando en la popa me llenГі de indecible emociГіn, que se aumentГі por la cordial acogida que recibГ­ de la oficialidad argentina, con su digno comodoro a la cabeza. Visitamos el buque en todas las direcciones, se me explican sus maravillas, se me narra la curiosidad europea que ha despertado por su nueva construcciГіn y mientras contemplo sus caГ±ones poderosos, sus flancos de acero, su lanzatorpedos, sus ametralladoras, todos esos bГЎrbaros elementos de destrucciГіn, recuerdo con alegrГ­a que, hace ya muchos aГ±os, buques de guerra argentinos surcan los mares, sin que la paz, que es nuestra aspiraciГіn y nuestra riqueza, haya sido turbada. ВЎSea igual el destino del Brown; que sus caГ±ones no truenen sino los dГ­as de ejercicio, que su bandera respetada y amada por todos los pueblos de la tierra, no se ize jamГЎs a su mГЎstil en son de guerra, y si la agresiГіn la hace inevitable, que el pecho de los hombres que lo dirijan sea tan fuerte como sus escamas de hierro, que lo sepulten en el OcГ©ano antes de arriar el pabellГіn blanco y celeste!




CAPITULO IV

Las Antillas francesas



Adiós a París. – La Vendée. – Saint-Nazaire. – "La ville de Brest". – Las Islas Azores. – El bautismo en los trópicos. – La Guadalupe. – Pointe-à-Pitre. – Las frutas tropicales. – Basse-Terre y Saint-Pierre. – La Martinica. – Fort-de-France. – Una fiesta en la Sabane. – Las negras. – Las hurís de ébano. – El embarque del carbón. – El tambor alentador. – La "bamboula" a la luz eléctrica. – La danza lasciva. – El azote de la Martinica. – Una opinión cruda. – El antagonismo de raza. – Triste porvenir

Pasé unos pocos días en París preparándome para la larga travesía y despidiéndome de las comodidades de aquella vida que, una vez que se ha probado, con todas sus delicadezas intelectuales y con todo su confort material, aparece como la única existencia lógica para el hombre sobre la tierra. ¡Qué error, qué triste error el de aquellos que no ven a París sino bajo el prisma de sus placeres brutales y enervantes! Lo que tiene precisamente de irresistible ese centro, es su atmósfera elevada y purísima, donde el espíritu respira el aire vigoroso de las alturas. La ciencia, las artes, las letras, tienen allí sus más nobles representantes, y una hora en la Sorbona, en el colegio de Francia o en la Escuela Normal, hacen más por nuestra educación intelectual que un mes de lectura…

Volamos sobre los campos de la Vendée, la patria de Larochefoucauld y d'Elbée, de Cadoudal y Stofflet, la tierra de los chouans, donde Marceau hizo sus primeras armas, donde Hoche se cubrió de gloria. Se nos ha hecho cambiar de tren dos o tres veces, lo que nos pone de un humor infernal, y en la mañana llegábamos a Nantes, que el tren atraviesa a lento paso. He ahí las paisanas bretonas con sus características tocas blancas, con sus talles espesos; he ahí el río famoso, teatro de las noyades de Carrier, recuerdo bárbaro que horroriza a través del tiempo. Somos aves de paso, y por mi parte, lamento no tener un par de días que dedicar a Nantes; pero, como no he hecho sino cruzarlo, desisto de ir a pedir fastidiosos datos a una guía cualquiera y me apresuro a llegar al antipático puerto de St. – Nazaire, la Guayra francesa, como le llamó el secretario cuando hubo conocido el símil en las costas del mar Caribe. En la línea de Orleans, habríamos llegado a las cinco de la mañana; en la del Oeste, después de un fastidiosísimo viaje, llegamos a las diez. Perdimos más de dos horas en obtener nuestros equipajes, y por fin, todo en regla, nos trasladamos al vapor Villa de Brest, que esperaba, amarrado al Dock y con las calderas calientes, el momento de la partida.

Siento placer aГєn en recordar aquel mundo de a bordo, tan heterogГ©neo, tan complejo y tan diferente del que estaba habituado a encontrar en los mares que baГ±an la parte oriental de la AmГ©rica.

La travesía es larga, pues de St. – Nazaire a la Point-à-Pitre, en la Guadalupe, no se emplean menos de quince días. Pero durante esas dos semanas la animación no desmayó un momento en el Ville de Brest, y el buen humor supo convertir en motivo de broma hasta la detestable comida que se nos daba.

He ahГ­ las Azores, Гєltimas perlas vacilantes en la antigua y esplГ©ndida corona portuguesa. El capitГЎn, por una galanterГ­a, se aparta ligeramente de la ruta y lanza el buque entre dos islas, cuyo aspecto verde, alegre, rompiendo la matadora monotonГ­a del OcГ©ano, encanta la mirada y levanta el corazГіn. Ambas estГЎn cultivadas prolijamente, y el esfuerzo humano se ostenta en todas las faldas de la montaГ±a. Aspiramos un momento con delicia la atmГіsfera cargada de emanaciones vegetales, y luego el grupo de islas empieza a perderse en el horizonte, desvaneciГ©ndose como una ilusiГіn.

Estamos en los trГіpicos; el calor comienza a ser sofocante y las largas horas que se extienden del almuerzo a la comida, son realmente insoportables. La mayor parte de los pasajeros, aun el nuevo gobernador de la Martinica, cruzan el mar por primera vez, y la tripulaciГіn, con el permiso del comandante, organiza la clГЎsica funciГіn del bautismo tropical.

No he podido averiguar de dГіnde viene esa fiesta caracterГ­stica; algunos suponen que fue un recurso empleado por ColГіn para distraer el conturbado espГ­ritu de sus compaГ±eros. El hecho es que alegra el ГЎnimo decaГ­do por la monotonГ­a de la navegaciГіn.

Relatarla sería muy largo, desde el momento en que, trepado en lo alto del cordaje, un mensajero del padre Trópico dirige sus preguntas al comandante, hasta el día siguiente en que la función se desenvuelve y aparece el mencionado personaje cabalgando en dos marineros encorvados, cubiertos con una piel de toro, que se mantienen en esa actitud durante horas enteras. Los discursos son originales y chispean de la gruesa sal gala; luego viene el bautismo que consiste en recibir sobre la cabeza una poca de agua sacada de una enorme pila de goma y sufrir un simulacro de afeite. Pero en seguida la cubierta se convierte en la azotea de nuestros antiguos cantones de carnaval. El agua corre a torrentes, los golpes se suceden, la algazara llega a su colmo. En mi calidad de viejo marino, me abstuve por completo y di mis poderes al abate Mazdel, que, en un traje ligerísimo y con unos enormes bigotes pintados con betún, se debatía denodadamente contra los infinitos agresores que lo cubrían de agua y harina. El comandante no puede recuperar el mando del buque hasta el momento en que hace dar la campana la señal de haber terminado la fiesta. Como por encanto todo desaparece y «le père Tropique», «le père Neptune» y demás personajes fabulosos, despojados de sus atributos fantásticos, se dedican con resignación a lavar el puente y frotar los bronces…

DespuГ©s de una larga travesГ­a de quince dГ­as, avistamos las pintorescas costas de la Guadalupe y el vapor arroja el ancla en la bahГ­a de la Pointe-Г -Pitre. El efecto Гіptico es admirable; la lujuriosa vegetaciГіn de los trГіpicos, tan caracterГ­stica siempre, se ostenta ante los ojos extГЎticos de los europeos, que contemplan en silenciosa admiraciГіn los elegantes cocoteros con sus frutos apiГ±ados en la altura y los bananos de anchas y perezosas ramas, lentamente mecidas por el viento.

El calor es violento y todos anhelamos saltar a tierra, cuando se nos anuncia que la Pointe-à-Pitre está en cuarentena porque hace allí estragos la fiebre amarilla. Para nosotros no habría inconveniente en descender, por cuanto en los puertos de la costa del Caribe, a donde nos dirigimos, habita con tanta frecuencia ese huésped temible, que lo consideran ya como de la casa. Pero, como de la Guadalupe sale el anexo que debe conducir a sus destinos a los pasajeros para Cayena y en este punto serían sujetados a cuarentena, se evita el contacto en su obsequio. Este aislamiento no impide – lo que me hace sonreír sobre la eficacia de las cuarentenas en todas partes del mundo – que nos proveamos de víveres en abundancia, especialmente de frutas. Vuelvo a ver el sabroso aguacate, que los franceses llaman avocat, los peruanos palta, que varía de denominación en cada estado de Colombia y que Humboldt llamó tan exactamente manteca vegetal. Aparece la chirimoya, el clásico fruto tropical, con su gusto a pomada, y el mango indigesto, que trasciende desde lejos a esencia de trementina. Los miramos con ojos ávidos, porque el calor incita, pero la prudencia vence y absteniéndonos, nos evitamos una fiebre segura.

Por la tarde levamos anclas nuevamente, y dos horas despuГ©s nos detenemos en Basse-Terre, en el costado opuesto de la isla. El aspecto es menos brillante que el de la Pointe-Г -Pitre, y tampoco nos es posible bajar a tierra. Al caer la noche continuamos viaje, y al alba tocamos por breves momentos en Saint-Pierre, la capital comercial de la Martinica, como Fort-de-France es su capital polГ­tica. Apenas clareaba, seguimos la marcha, de manera que me serГ­a imposible dar la menor idea de ese puerto, que aseguran ofrece un bellГ­simo cuadro a la mirada.

Por fin, henos en Fort-de-France, el antiguo Port-Royal, el teatro de tantas y tenaces luchas entre ingleses y franceses, la patria de la dulce Josefina Beauharnais, cuya estatua, en el lascivo traje del Directorio, se levanta en la plaza; he ahГ­ el punto donde pasГі su juventud aquella mademoiselle d'AubignГ©, que debГ­a casarse en primeras nupcias con un rimador paralГ­tico y mendicante y en segundas con un seГ±or BorbГіn, que reinГі sesenta aГ±os en Francia bajo el nombre de Luis XIV.

De un lado de la bahГ­a, el viejo fuerte Real, grave aun con el equГ­voco reflejo de su importancia pasada, pues rara vez consiguiГі detener los desembarcos ingleses. Del otro, inmensos depГіsitos de carbГіn. AtrГЎs, montaГ±as ГЎridas y tristes. Es del otro lado de la isla, en la tierra alta, donde se vuelven a ver los extensos cafetales y las llanuras verdeadas por la robusta caГ±a de azГєcar. AllГ­ la naturaleza es tan bella como fecunda y sustenta la reputaciГіn admirable de la soberbia Antilla francesa.

Los pasajeros para las Guayanas nos han dejado ya, y estamos en completa libertad para bajar o no a tierra. Preguntamos si hay fiebre, deseando secretamente una respuesta negativa; pero, a pesar de cerciorarnos de que la enfermedad fatal reina en Fort-de-France, nos resolvemos a descender, persuadidos de que el buque, inmГіvil y pegado a tierra, bajo un calor de 37В°, no es el refugio mГЎs seguro para evitar el contagio. El nuevo gobernador ha bajado pomposamente hace dos horas.

No olvidarГ© nunca el aspecto de la plaza, la sabane, como allГ­ le llaman, en el momento que penetramos en ella, despuГ©s de ascender una ligera cuesta. Toda la poblaciГіn baja, el soberano pueblo, estГЎ reunido, con motivo de la recepciГіn del gobernador, que en ese momento pasaba en un landГі, vestido de toda etiqueta, con un funcionario negro como las penas a su lado, y otro no mГЎs rubio al frente. ВЎCГіmo comprendГ­ aquella mirada que me dirigiГі, aquel saludo cortГ©s, pero tan impregnado de profunda desolaciГіn! Me saquГ© el sombrero y saludГ© con respeto a aquel mГЎrtir, que salГ­a de los salones de ParГ­s, para ir a reinar sobre la isla tropical.

Las fantasías más atrevidas de Goya, las audacias coloristas de Fortuny o de Díaz, no podrían dar una idea de aquel curiosísimo cuadro. El joven pintor venezolano, que iba conmigo, se cubría con frecuencia los ojos y me sostenía que no podría recuperar por mucho tiempo la percepción dei rapporti, esto es, de las medias tintas y las gradaciones insensibles de la luz, por el deslumbramiento de aquella brutal crudeza. Había en la plaza unas quinientas negras, casi todas jóvenes, vestidas con trajes de percal de los colores más chillones: rojos, rosados, blancos. Todas escotadas y con los robustos brazos al aire; los talles, fijados debajo del áxila y oprimiendo el saliente pecho, recordaban el aspecto de las merveilleuses del Directorio. La cabeza cubierta con un pañuelo de seda, cuyas dos puntas, traídas sobre la frente, formaban como dos pequeños cuernos. Esos pañuelos eran precisamente los que herían los ojos; todos eran de diversos colores, pero predominando siempre aquel rojo lacre ardiente, más intenso aún que el llamado en Europa lava del Vesubio; luego, un amarillo rugiente, un violeta tornasolado, ¡qué sé yo! En las orejas, unas gruesas arracadas de oro, en forma de tubos de órgano, que caen hasta la mitad de la mejilla. Los vestidos de larga cola y cortos por delante, dejando ver los pies… siempre desnudos. Puedo asegurar que, a pesar de la distancia que separa ese tipo de nuestro ideal estético, no podía menos de detenerme por momentos a contemplar la elegancia nativa, el andar gracioso y salvaje de las negras martiniqueñas. Pero cuando esas condiciones sobresalen realmente, es cuando se las ve despojadas de sus lujos y cubiertas con el corto y sucio traje del trabajo, balancearse sobre la tabla que une al buque con la tierra, bajo el peso de la enorme canasta de carbón que traen en la cabeza… Una noche de las que permanecimos en Fort-de-France, encontré mi lecho en el hotel tan inhabitable o tan habitado, que me vestí en silencio, gané la calle, y a riesgo de perderme, me puse en camino hacia el vapor. Declaro que hay que resistir menos asaltos desde la porte Saint-Martin hasta la Avenida de la Opera, a las 11 de la noche en los bulevares de París, o de 11 a 12 en la vereda del Critérium en Londres, que en aquella marcha incierta bajo una noche oscura. Las hurís africanas se suceden unas a otras y en un francés imposible, grotesco, os invitan a pasar el puente del Sirat; basta, para no sucumbir, recordar el procedimiento de Ulises y taparse, no ya los oídos, sino las narices, lo que es más eficaz. Pululan, salen de todas partes, hasta que es necesario apartarlas con violencia. Por fin llegué a bordo, guiado por una luz eléctrica, colocada sobre el puente… Así que subí, el oficial de guardia me llamó y me mostró el cuadro más original que es posible concebir. Al pie del buque y sobre la ribera, hormigueaba una muchedumbre confusa y negra, iluminada por las ondas del fanal eléctrico. Eran mujeres que traían carbón a bordo, trepando sobre una plancha inclinada las que venían cargadas, mientras las que habían depositado su carga, descendían por otra tabla contigua, haciendo el efecto de esas interminables filas de hormigas que se cruzan en silencio. Pero aquí todas cantaban el mismo canto plañidero, áspero, de melodía entrecortada. En tierra, sentado sobre un trozo de carbón, un negro viejo, sobre cuyo rostro en éxtasis caía un rayo de luz, movía la cabeza, como en un deleite indecible, mientras batía, con ambas manos y de una manera vertiginosa, el parche de un tambor que oprimía entre las piernas colocadas horizontalmente. Era un redoble permanente, monótono, idéntico, a cuyo compás se trabajaba. Aquel hombre, retorciéndose de placer, insensible al cansancio, me pareció loco. «Es simplemente un empleado de la compañía, a sueldo como cualquiera de nosotros; – me dijo el joven oficial – hace cuatro horas que está tocando y tocará hasta el alba con brevísimos momentos de reposo. Una vez quisimos suprimirlo; pero cuando llegó el día, no se había hecho la mitad de la faena de costumbre. Por otra parte, usted mismo ya a advertirlo». Llamó a un marinero, le dio una orden, y éste descendió en dirección al negro del tambor. «¿Ve usted el movimiento, el entusiasmo con que todas esas negras trabajan? Mire aquella especialmente; tiene 18 años y pasa, no sólo por una de las más bellas, sino de las más altivas y pendencieras. Véala usted mecer las caderas lascivamente mientras sube; ha bebido un poco de cacholí




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notes



1


VГ©ase primera serie, tomo III, pГЎg. 350-377.




2


VГ©ase primera serie, tomo IV, pГЎg. 225-290.




3


VГ©ase primera serie, tomo VI, pГЎg. 161-181.




4


La generosa tentativa de Carlos III y sus ministros en el sentido de dotar a la AmГ©rica de instituciones que favorecieran su desenvolvimiento, desapareciГі con la muerte del ilustre monarca. Bajo Carlos IV, la AmГ©rica y la EspaГ±a misma habГ­an vuelto a caer en la tristГ­sima situaciГіn en que se encontraban bajo el reinado del Гєltimo de los Hapsburgos. El Dr. D. Vicente F. LГіpez, en su magistral introducciГіn a la "Historia Argentina" nos ha sabido trazar un cuadro brillante de la elevada polГ­tica de Aranda y Florida-Blanca bajo Carlos III; pero Г©l mismo se ha encargado de probarnos, con su incontestable autoridad, que las leyes que nos regГ­an eran simples mecanismos administrativos, cuya acciГіn se concretaba a las ciudades, cuando no eran abortos impracticables, como la famosa "Ordenanza de Intendentes", cuyos ensayos de aplicaciГіn fueron un desastre. No es mi ГЎnimo, ni lo fue nunca, vilipendiar a la EspaГ±a, que nos dio lo que podГ­a darnos. El "motГ­n de Esquilache", que es una pГЎgina de la historia de Rusia bajo Pedro el Grande, nos da la nota del estado intelectual del pueblo espaГ±ol a fines del siglo pasado. Puede juzgarse cuГЎl serГ­a el de la mГЎs humilde de las colonias americanas.



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